La mañana siguiente fue fría, de esas que piden café caliente y algo dulce.
Ezra llegó temprano. Más temprano de lo normal. No porque quisiera. O eso se decía a sí mismo.
Había dormido mal. Demasiado humo. Demasiado silencio. Demasiado ella.
Cuando entró a la comisaría, lo primero que vio fue la caja.
Pequeña. Blanca. Con un lazo azul marino, el mismo tono que su uniforme.
Torres estaba ahí, con la sonrisa ya formada.
—La dejaron para ti. Dijo la chica del frente que era “solo un detalle por la ayuda”.
Ezra la miró. No tocó la caja. Solo la observó como si fuera una bomba.
—¿Por qué ella no lo trajo?
—Porque seguro sabía que ibas a poner cara de bulldog envenenado. Como ahora.
Ezra gruñó y se encerró en su oficina.
Pero la caja lo acompañó.
No la abrió de inmediato. No. La dejó ahí. Sobre el escritorio. Ignorada.
Durante diez, quince… treinta minutos.
Hasta que cedió.
Dentro, había galletas.
No perfectas. No simétricas.
Algunas estaban levemente rotas. Otras con formas curiosas. Corazones torcidos. Estrellas con las puntas chuecas. Todas con glaseado blanco y dorado.
Y una nota. Pequeña. Escrita a mano:
“No todo lo que se rompe, deja de ser dulce.”
Ezra se quedó mirándola mucho rato.
Demasiado.
Hasta que su mal humor se encendió como un fósforo.
—¿Qué diablos significa eso? —murmuró.
La arrugó. Pero no la tiró.
La guardó en su cajón, sin pensar.
Esa tarde, no pudo evitar mirar por la ventana.
La vio reír con una niña pequeña que escogía un pastel de frambuesa. Luego limpiar la vitrina con música suave que ella no podía oír, pero que parecía sentir.
Y por un instante, Ezra deseó saber cómo era vivir sin el peso de los gritos en la cabeza.
Cómo se sentía tener la paz que ella parecía cargar en las yemas de sus dedos.
Aunque estuviera rota.
Como él.