La ciudad, como siempre, seguía su curso. La comisaría estaba llena de ruido: teléfonos sonando, papeles moviéndose, agentes corriendo de un lado a otro. Pero Ezra no podía concentrarse. El silencio de esa mañana, cuando estuvo con Alina, resonaba aún en sus oídos. Ese silencio que no lo inquietaba, sino que lo consumía lentamente.
Desde su escritorio, miró una vez más hacia la ventana de la pastelería. No podía evitarlo. Desde que entró la última vez, el lugar se había convertido en un punto fijo en su mente, como un faro que lo llamaba sin palabras, sin explicaciones. Esa imagen de Alina, su serena presencia en medio de su caos, lo había trastornado más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Era absurdo. Una mujer sordo-muda, que no podía comunicarse como las demás, y él, con su escudo de frialdad y su odio por todo lo que no podía controlar. ¿Por qué una mujer así, que parecía tan diferente, tenía tanto poder sobre él?
Cuando la luz del sol se apagó y la noche cayó, Ezra salió de la comisaría sin rumbo fijo. Ya no podía soportar la sensación de estar atrapado en su propia mente. Necesitaba respuestas. Necesitaba entender qué estaba pasando.
Y de nuevo, sus pasos lo llevaron hacia la pastelería.
El sonido de la campanilla al abrir la puerta le pareció más fuerte esta vez. Era como si el mundo a su alrededor se silenciara cuando entraba allí. Alina estaba en el fondo, organizando las vitrinas, sin notarlo al principio. Pero, al levantar la mirada, sus ojos se encontraron con los de Ezra, y por un segundo, el tiempo pareció detenerse.
No dijo nada. Y eso, de alguna manera, fue lo más desconcertante de todo.
—Necesito… saber qué pasa —dijo Ezra finalmente, su voz grave, aunque vacilante. Era la primera vez en mucho tiempo que sus palabras no salían con seguridad.
Alina lo observó en silencio, con esa mirada tan intensa que parecía penetrar su alma. Sus dedos se movieron lentamente hacia la pizarra. En ella escribió con calma:
"Lo que pasa es que te incomoda estar aquí, ¿verdad?"
Ezra no pudo evitar sonreír, a pesar de sí mismo. No solo estaba acostumbrado a que le hicieran preguntas, sino que el hecho de que Alina pudiera leerlo tan fácilmente lo desconcertaba aún más.
—No es eso —respondió, aunque no sabía si estaba respondiendo a la pregunta o a su propia confusión.
Alina levantó una ceja, como si esperara que dijera algo más. Su actitud tranquila le daba a Ezra la sensación de estar en un terreno desconocido, uno en el que no podía dominar las reglas. El control, esa barrera que siempre había mantenido para no involucrarse, estaba desmoronándose a sus pies.
En un impulso, dio un paso hacia el mostrador y, con un suspiro, preguntó:
—¿Cómo puedes estar tan tranquila?
Alina lo miró fijamente, sin responder de inmediato. Sus ojos brillaban con una calma que Ezra no podía comprender. Finalmente, escribió en la pizarra:
"La tranquilidad no viene de las palabras. Viene de aceptarse tal cual eres."
Esas palabras, tan simples, hicieron eco en su mente. Ezra estaba acostumbrado a que las cosas tuvieran que tener un sentido claro, un propósito. A veces, incluso pensaba que su vida tenía que ser como una misión: fría, calculada, sin margen para lo inesperado. Y ahora, frente a Alina, todo lo que pensaba que sabía comenzaba a desmoronarse.
Se quedó allí, observando la pizarra como si esperara que algo más apareciera. Pero Alina no escribió nada más. Ella no necesitaba hacerlo. Sus ojos, sus gestos, su presencia misma eran suficientes para decir todo lo que había entre ellos, aunque ninguno de los dos quisiera aceptarlo.
Ezra dio un paso atrás, sintiendo que el aire en la habitación se volvía más denso. ¿Cómo podía alguien tan diferente a él tocar algo tan profundo en su interior? La incomodidad que sentía no era solo por la vulnerabilidad que experimentaba. Era más profundo, algo que lo aterraba sin explicación.
Los días pasaron sin que Ezra se atreviera a regresar a la pastelería, pero la imagen de Alina seguía rondando su mente. Estaba obsesionado, y lo sabía. Había intentado ahogar esa sensación en el trabajo, en las interminables horas de patrullaje, pero no podía. No importaba cuántas veces se lo repitiera a sí mismo: esto no tiene sentido, no deberías sentir nada. Algo dentro de él seguía empujándolo a volver.
Alina, la mujer sordo-muda que se movía en silencio, se había convertido en el único ruido que no podía silenciar.
Una tarde, después de otro largo turno, y con el rostro cansado, Ezra volvió a la pastelería. Esta vez, no había excusas. No iba a justificarlo con la "necesidad de revisarlo" o cualquier otra tontería. Sabía lo que quería. Sabía que tenía que enfrentar lo que estaba sintiendo, aunque no supiera qué hacer con ello.
Alina estaba detrás del mostrador, como siempre, pero esta vez algo había cambiado. Su mirada, que normalmente era tranquila y serena, parecía ahora más distante, como si ella misma estuviera sumida en sus propios pensamientos. Al verlo entrar, Alina no sonrió. No había ese pequeño gesto que siempre parecía iluminar su rostro. Solo lo miró, esperando.
Ezra se acercó lentamente, con la boca seca y el corazón acelerado. Sus manos, usualmente firmes y controladas, estaban inquietas.
—¿Por qué haces esto? —preguntó, más para sí mismo que para ella. Pero Alina lo miró, y en sus ojos, Ezra vio algo que no esperaba: entendimiento.
Ella volvió a escribir en la pizarra:
"Porque no puedes quedarte con las preguntas sin respuestas."
Ezra se quedó allí, sin saber qué responder, porque sabía que esas palabras no solo se referían a la pastelería o a su relación con ella. Era una reflexión sobre su vida misma.
Lo que Alina había dicho tocaba algo mucho más profundo que lo que él había querido admitir. Tal vez había estado evitando enfrentarse a sus propios demonios, a sus inseguridades, a lo que sentía. Tal vez, solo tal vez, había algo dentro de él que necesitaba ser liberado, algo que Alina, con su silencio y su presencia, estaba ayudando a desenterrar.