Las semanas transcurrían con una rutina implacable para Valeria. Su vida se había convertido en un ejercicio de disciplina y frialdad, como si el corazón que alguna vez latió con fuerza por ilusiones ahora estuviera bajo anestesia. Había cerrado toda puerta a la esperanza y al amor, concentrándose únicamente en lo que sí podía controlar: el hospital y su impecable funcionamiento. Entre esas responsabilidades, aún quedaba un asunto pendiente que la mantenía inquieta: Sebastián. Había sido su pareja durante cinco años, un recuerdo doloroso que todavía envenenaba sus pensamientos. El despido era al que habia sopesado mucho tiempo, ya no queria verlo, pero el peso de esa decisión, y de lo que él representaba en su pasado, la perseguía en silencio.
El hospital respiraba expectación. Se acercaba la gala benéfica, un evento crucial para asegurar nuevos inversores interesados en el proyecto del centro cardiológico. Cada reunión, cada documento, cada ensayo de presentación exigía su máxima concentración. Valeria se había encargado personalmente de cada detalle; nada podía fallar. Y aunque su rostro mostraba serenidad, en su interior sentía la presión constante de tener que demostrar que era capaz de sostenerlo todo, incluso cuando su vida personal se tambaleaba.
El destino, sin embargo, parecía empeñado en probarla una y otra vez. Una llamada urgente interrumpió la calma aparente de su despacho: Hernesto Moretti, uno de los hombres más influyentes de la ciudad y abuelo de Matías, había sufrido un infarto. El hospital entero se agitó con la noticia. Valeria no dudó ni un segundo; asumió el mando quirúrgico con la frialdad de quien entiende que, en esos momentos, la vida depende de la precisión de cada decisión.
El quirófano se convirtió en su campo de batalla. Las luces blancas, el sonido constante de los monitores y la tensión del equipo formaban parte de una sinfonía que ella dirigía con maestría. Fueron cinco horas intensas, cada minuto una prueba de concentración. Valeria sabía que un error podía ser fatal, pero sus manos firmes y su conocimiento profundo guiaron el procedimiento con exactitud. Cuando finalmente la última sutura quedó asegurada, el silencio de la sala se rompió con un suspiro colectivo: Hernesto había sobrevivido. El trasplante que tanto temían no sería necesario.
El cansancio cayó sobre ella como un peso invisible, mezclado con el alivio de haber ganado una batalla decisiva. Se quitó la bata quirúrgica y salió del quirófano con paso firme, aunque su cuerpo pedía descanso. Caminaba hacia la sala de recuperación cuando lo vio: Matías. Estaba de pie, apoyado contra la pared, con la tensión reflejada en su rostro. Parecía dispuesto a hablar, pero Valeria, fiel a su profesionalismo, lo detuvo con una sola pregunta:
—¿Es usted familiar del paciente?
La formalidad de su tono cortó cualquier otra intención. Matías solo asintió, tragando las palabras que llevaba en la garganta. Valeria lo guió hasta la sala de espera, donde la familia Moretti aguardaba en un silencio cargado de temor. Allí estaban la esposa de Hernesto, con los ojos hinchados por el llanto, junto al padre, la madre y la hermana de Matías. Todos levantaron la vista hacia ella como si esperaran un veredicto.
Valeria respiró hondo antes de hablar. Su voz salió clara y serena, cargada de esa firmeza que la distinguía.
—La operación fue un éxito. El señor Moretti está grave, pero estable. No requerirá un trasplante, lo cual es una excelente noticia. Su recuperación será lenta, pero todo indica que será favorable.
El alivio fue inmediato. La abuela de Matías rompió en llanto, esta vez de gratitud; el resto de la familia la rodeó con abrazos silenciosos. Matías permaneció quieto, observando a Valeria con una mezcla de asombro y algo más profundo, algo que no se atrevía a nombrar. Ella, sin embargo, no buscó su mirada.
Con una leve inclinación de cabeza, Valeria se despidió y abandonó la sala. Caminaba erguida, como si el agotamiento no la venciera, dejando tras de sí la impresión de una mujer implacable y admirable, cuya fortaleza parecía imposible de quebrar.
Matías la observaba desde la esquina de la sala, con los ojos fijos en ella. Quiso dar un paso hacia adelante, detenerla, agradecerle, decir algo que rompiera el muro de hielo que había crecido entre ambos.
Las palabras se agolparon en su mente: disculpas que jamás había pronunciado, explicaciones que aún no había tenido el valor de dar. Pero su orgullo lo sujetaba como cadenas invisibles. No era un hombre que pidiera perdón con facilidad, y mucho menos cuando la otra persona había dejado claro que no le daría una segunda oportunidad.
Valeria pasó junto a él, tan cerca que pudo percibir el leve aroma de su perfume mezclado con el cansancio de la jornada. Sus miradas se cruzaron apenas un instante: los ojos de ella, firmes y serenos; los de él, intensos, buscando una grieta por donde colarse.
Matías abrió la boca, pero lo único que logró fue un murmullo casi inaudible:
—Valeria…
Ella se detuvo un segundo, como si hubiera oído, pero no giró. Continuó su camino con la misma entereza con que llevaba su vida.
Matías apretó los puños, frustrado consigo mismo. Quería acercarse, pero el peso de su orgullo lo mantuvo inmóvil, observándola alejarse.
Y en lo profundo, supo que ese silencio lo perseguiría más que cualquier palabra no dicha.
#475 en Joven Adulto
#5579 en Novela romántica
romanance reconciliacion amistad, romance o, romance corazn roto
Editado: 25.08.2025