Volver a Confiar

Capítulo 10 – Lo que no quiero soltar

Matías salió del hospital con pasos largos, casi mecánicos. El aire frío de la mañana le golpeó el rostro, pero no logró despejarle la cabeza. La conversación con Valeria se repetía en su mente como un eco insoportable. Cada palabra suya había sido un golpe preciso, dirigido a donde más dolía. Y entonces, después de que ella se lo dijo, los recuerdos de aquella noche comenzaron a regresar, como ráfagas.

El calor del whisky bajando por su garganta, la risa fácil que se mezclaba con la suya, la manera en que ella lo miraba sin miedo, esperanzada y aliviada. Recordó sus manos, el olor de su cabello, las promesas susurradas entre la música, si maldicion!, si se habian presentado, luego su loca idea de casarse, que para sorpresa de nadie habia sido suya, besos caricias y el silencio. Pero también, de golpe, sintió el vértigo de darse cuenta de lo borroso que estaba todo… y de cómo había despertado sin ella, con la resaca y una sensación de vacío que no había querido analizar, no había dejado nota, no quería hablar con él para saber qué había pasado, él tampoco la dejo hablar simplemente la juzgo.

Subió al auto, pero no arrancó. Se quedó con las manos sobre el volante, mirando la calle vacía. El silencio lo envolvía, roto solo por el tic-tac del reloj del tablero.

—“No quiero verte más” —murmuró para sí, apretando la mandíbula.

Sabía que había manejado mal las cosas. Él nunca se disculpaba… y sin embargo había ido hasta su oficina con esa intención. Y aun así, había salido de ahí con más distancia que antes.

Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un sobre doblado: los papeles de la anulación. Los miró con el ceño fruncido. No entendía por qué seguía sin firmarlos. Lo lógico, lo que haría cualquier hombre en su posición, era acabar con todo y seguir adelante. Pero algo en él se negaba.

Pensó en su padre, Jaime, y en la fría relación que mantenían. En lo mucho que había aprendido a no necesitar la aprobación de nadie… salvo la de Ernesto. El abuelo siempre había sido su brújula, el único capaz de calmar sus tormentas. Y ahora, después de ver a Ernesto tan débil en esa cama, se preguntaba si seguir peleando con Valeria era una de esas batallas que no debía abandonar.

Encendió el motor, pero en lugar de ir a casa, condujo sin rumbo fijo por la ciudad. Sus manos tensas en el volante, su mente repitiendo cada gesto de Valeria: la forma en que lo miró, el temblor que había en su voz cuando dijo que él había sido un respiro.

No quería admitirlo, pero le importaba. Más de lo que estaba dispuesto a aceptar.

Al final, estacionó frente a un café pequeño que aún estaba abierto. Entró, pidió un espresso doble y se sentó en una mesa junto a la ventana. Sacó el sobre de la chaqueta y lo puso sobre la mesa. Lo miró durante minutos, sin tocarlo, como si ese papel pudiera responderle por qué demonios le costaba tanto soltarla.

No firmó. Guardó el sobre de nuevo, pagó su café y se levantó con una certeza:
No iba a rendirse. No todavía.




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