La mañana estaba fresca, con un sol tímido que apenas se asomaba entre las nubes. Valeria, con una taza de café en mano, se permitió por un instante la ilusión de que tal vez sería un día productivo, incluso reparador. Aparcó frente al edificio y, tras unos segundos de respiración profunda, subió en silencio por el ascensor. El sonido metálico de las puertas al abrirse le pareció más frío de lo normal, como si presagiara lo que estaba por suceder. Caminó hasta su oficina con paso firme, intentando mantener la calma que tanto le costaba sostener.
Al abrir la puerta, se detuvo en seco.
Su escritorio estaba impecablemente limpio. Sin carpetas, sin papeles, sin una sola nota. Un vacío inquietante se extendía frente a ella, tan pulcro que parecía ajeno.
Frunció el ceño, dejó su bolso sobre la silla y tomó el teléfono con rapidez.
—Macarena, ¿puedes venir un momento?
No pasaron ni dos minutos antes de que su asistente entrara con la carpeta habitual bajo el brazo, como si todo estuviera en orden.
—Buenos días, Valeria.
—Buenos días… —respondió ella, tratando de mantener el tono neutro—. ¿Y mi agenda? ¿Las reuniones? ¿Los pendientes de esta semana? Aunque la gala está casi lista, debería haber algo que hacer.
Macarena pareció dudar. La joven evitó la mirada de su jefa por un segundo demasiado largo, buscando las palabras correctas.
—No hay nada en su agenda.
—¿Cómo que no hay nada? —Valeria arqueó una ceja, con un gesto que mezclaba incredulidad y molestia.
—Porque usted misma pidió estos días libres antes de la gala para prepararse y relajarse. Mañana sería su matrimonio civil.
El aire se volvió más pesado de lo que Valeria podía soportar.
Sintió cómo una punzada le atravesaba el pecho, como si las palabras hubiesen sido un disparo directo a la herida que había intentado enterrar bajo toneladas de trabajo.
—Macarena… —murmuró, apenas audible.
—Y como no habíamos hablado del tema, programé todo para que la agenda retome después de su luna de miel. —Macarena bajó la voz, con un respeto sincero que solo hacía más cruel la situación—. No quise molestarla con pendientes. Usted se esforzó el doble antes de estos días libres.
Valeria asintió despacio, forzando una sonrisa que le dolía en los labios.
—Entiendo… gracias, Maca. Creo que volveré a casa.
Caminó hacia la salida con pasos medidos, como si cada movimiento pesara el doble. El corredor parecía interminable, y sin embargo lo atravesó sin detenerse. Por dentro todo se derrumbaba. No había querido pensar en ello, no había querido sentirlo. Había llenado sus días de trabajo, reuniones y decisiones para no recordar lo que significaba aquel vacío.
Y ahora, con la agenda limpia, con esas palabras resonando en su cabeza, el golpe de realidad era insoportable: no habría matrimonio, no habría vestido blanco, no habría luna de miel.
Llegó a su auto y, apenas cerró la puerta, las lágrimas comenzaron a caer sin pedir permiso. Un sollozo ahogado le escapó de los labios, rompiendo la coraza de fuerza que tanto se había esmerado en mantener. El nudo en su estómago se apretaba más y más, como si quisiera desgarrarla desde dentro.
Encendió el motor, pero no arrancó. Sus manos temblaban sobre el volante, frías, húmedas. Cerró los ojos y se quedó quieta, con la respiración agitada. Todo lo que había evitado durante semanas regresaba de golpe: la traición, las ilusiones rotas, las promesas incumplidas.
Se obligó a inhalar profundo, a contar hasta diez, a repetirse que podía con todo. Pero la verdad era que no sabía si podría. Esa soledad repentina, ese silencio en medio de lo que debió ser alegría, se sentía como un abismo que la reclamaba.
Por primera vez en mucho tiempo, Valeria reconoció que no quería ser fuerte. Solo quería llorar, gritar, dejar que el dolor la arrastrara… aunque fuera solo por unos minutos.
Y así permaneció, atrapada entre la necesidad de recomponerse y el deseo de rendirse, mientras la ciudad seguía su curso, ajena a la tormenta que ella libraba dentro de su propio pecho.
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Editado: 25.08.2025