Alexander:
Cuando cogí el coche, me dirigí a hablar con mi abogado. Pero, de repente, las palabras de Antonio volvieron a mi mente. Giré en una curva, di marcha atrás y cambié de dirección: Shere, en el condado de Surrey; concretamente, me fui a Guildford. María vivía en la calle Middle Street, número 22. Ya había estado allí antes, pero no la encontré.
Llegué y toqué el timbre. Me abrió una señora de más o menos la edad de Antonio.
—¿Qué desea, joven? Lo siento mucho, pero no compro nada. Otra vez será.
—Espere, ¿es usted la señora María? Me habló de usted, Antonio, un sirviente al servicio de Richard Montgomery en Londres. ¿Lo recuerda? Usted trabajaba en una casa cercana.
—Sí, me acuerdo perfectamente. ¿Pero usted quién es?
—Soy el hijo de Richard. Me llamo Alexander, y Antonio me dijo que usted podría explicarme algunas cosas…
—Pase, joven. Sabía que este momento llegaría algún día. Será mejor que tome algo fuerte. ¿Le apetece un whisky?
—No, muchas gracias. Prefiero un poco de agua, señora María.
—Está bien. Pero siéntese, joven. Esto es largo de contar.
Se dirigió a la cocina. En cuanto regresó con las bebidas, me miró a los ojos y comenzó a hablar, como si llevara años esperando contar ese secreto tan bien guardado.
—Todo empezó hace muchos años. Su padre se enamoró locamente de la hija de una sirvienta. Eran jóvenes, y la chica era hermosa: rubia, de ojos azules. Pero en aquellos tiempos, los señores solo utilizaban a las criadas para… ya sabe. Sin embargo, su padre y la joven se enamoraron de verdad.
—¿Y qué pasó, señora Maria?
—Su abuelo no lo permitió. Para él, era una deshonra que su hijo se enamorara de una chica pobre, una sirvienta. Pero su padre no le hizo caso, se amaban y meses después, ella se quedó embarazada. A la joven, por supuesto, la echaron de la casa en la que estaba trabajando. Su abuelo la recogió para que nadie supiera que en su vientre llevaba un hijo bastardo. Su padre la cuidó en todo momento... hasta el día del parto...
—¿Y esa joven, dónde está ahora? ¿Cuál era su nombre? ¿Qué fue de aquel bebé?
María hizo una pausa y suspiró profundamente.
—Muchas preguntas, joven. Se las responderé. Pero tenga paciencia. —La chica se llamaba Casandra —me dijo.
—Pero vaya despacio, María. ¿Pero esa tal Casandra vive por aquí? ¿Y por qué dice que se llamaba Casandra? ¿Ya falleció? ¿Y del bebé qué se sabe de él?
—No se sabe qué pasó muy bien; lo único cierto es que desapareció. No hay pruebas, pero sí muchas personas interesadas en ocultar la verdad, demasiadas diría yo. El bebé joven… El bebé es usted.
Me quedé sin saber qué decir, no podía ser posible.
—¿Cómo? No puede ser. ¿Yo no soy hijo de Eleanor? ¡Ella me ha criado! Usted debe estar equivocada, María.
—Me temo que no, joven. Eleanor era una joven casadera que ningún hombre quería. Decían que era arrogante y que había estado con muchos hombres. Su abuelo hizo un trato con ella: criarlo a usted a cambio de una vida de lujos. Su padre accedió… pero todo tenía un motivo. Su abuelo amenazó a su padre, le dijo que si no se casaba con Eleanor, mataría al bastardo, que a él poco le importaba ese bebé. Su padre amaba tanto a Casandra que no podía permitir que su hijo corriera peligro. Así que accedió. La condición era que Eleanor sería su madre… y usted nunca sabría la verdad.
—Esto parece un mal sueño… ¿Por qué mi padre nunca me lo ha contado? No lo entiendo, mi padre y yo estábamos muy unidos, mi padre siempre ha sido para mí un ídolo.
—No se lo tome a mal, joven. Su padre temía por usted, por su vida. Y luego Eleanor la aceptó como esposo, sí… pero nunca lo amó. Y para Eleanor, criarlo fue parte de su ambición. Y usted, joven… usted es idéntico a su madre. Pero no sé qué hicieron con Casandra ni dónde está su cuerpo. Lo único que sé es que hay una tumba con su nombre en el cementerio de Londres. La mandó hacer su padre. Casandra Lucía López Martínez. Búsquela, por favor.
—Lo haré. Sin duda. Muchísimas gracias, María. Ahora debo irme.
—¿Está seguro? Esta noticia lo ha dejado impactado. Tal vez debería quedarse un rato.
—No, gracias. No se preocupe, ¿no recuerda nada más? ¿O algún otro detalle?
—Tengo cosas antiguas guardadas; buscaré, igual tengo alguna foto o alguna cosa que a usted le venga bien.
Le di un abrazo. María me miró con ternura. Salí de allí con muchas dudas y preguntas, pero estaba muy claro que lo tendría que averiguar yo solo.