“No nos dejes caer en la tentación”, rezábamos cada domingo en la iglesia.
La repetición nos hacía creer en un Dios grande e indulgente que todo nos alcanzaría y nada nos arrebataría.
Madre era una mujer extrañamente bella, única en su manera de mirar a través de ojos cafés que enmarcaban largas pestañas oscuras. Su cabello ondulado parecía no conocer orden y, sin embargo, era constantemente elogiado. Tal vez por ser abundante y brilloso, dos características que también describían la riqueza que nos faltaba.
De estatura, madre era alta como las modelos. Al menos así me parecía a mí cuando la veía caminar hacia mí con la mueca que nunca le llegaba a ser sonrisa. Sobre tacones altos color negro betún que limpiaba día por medio. Llegaba a mí y me abrazaba y enviaba hacia la escuela, a que estudiara esas materias que ella no podía entender simplemente porque no quería.
Madre había nacido para ser una estrella de teatro, ese que florecía en la Avenida Corrientes. O tal vez para las películas de Hollywood, de las que se proyectaban en el cine de la Avenida Lavalle. Era grácil, bella, femenina. Lástima que no era la única con esas cualidades.
Su cara de ángel la había llevado de un pueblito de la pampa llamado Victoria hasta la capital del país. De joven, había iniciado una carrera artística como modelo, mientras sobrevivía atendiendo mesas en algún café de turno. Fue así que se cruzó con ese señor, el que no viene al caso en esta historia pero a quien mencionaré brevemente. No porque él se lo merezca, sino porque alguna vez hizo algo que nos trae hasta aquí: o hasta mí.
Un abogado no es más que alguien que sabe hablar de manera correcta para confundir a la gente. Al menos eso decía un señor de bigotes rubios mientras leía La Prensa en el café esa mañana. Estaba discutiendo alguna noticia del periódico sobre las relaciones políticas con una Europa en la que crecía una inminente guerra. Su compañero, un enorme hombre de traje gris, bebía a sorbos cortos su café entre bocado y bocado de medialuna.
De más está decir que ambos eran abogados.
Socios, para ser más exactos.
Madre se acercó a los caballeros y rellenó sus pocillos de café. La sonrisa que no me alcanzaría nunca a mí era reservada para este tipo de ocasiones.
No hacen falta muchas palabras para narrar los meses venideros. Hubo un collar de perlas, un abrigo de visón, salidas al teatro y un departamento frente al Congreso de la Nación. Allí nací yo, al abrigo de cuatro paredes empapeladas de rosas y con la asistencia de doña Mercedes, una enfermera retirada devenida en comadrona.
Corría el año 1934 cuando vi la luz por primera vez en la Capital Federal de la Argentina. Era primero de agosto. Al día siguiente, Adolf Hitler se autodenominó Führer del Reich alemán y mi padre, que había estado esperando una señal divina (más bien europea) que lo llamara de nuevo a la madre patria, volvió a su Alemania natal unos días más tarde para apoyar al nuevo gobierno.
Así nos quedamos solas madre y yo: nos miramos a los ojos para reconocernos como una familia y decidimos que, a pesar de la diferencia entre sus ojos cafés y mis ojos turquesas, sus cabellos castaños y los míos rubios y su tez morena y la mía pálida, seríamos un equipo de ahí en adelante.
Los años que siguieron a mi nacimiento son los que menos recuerdo, quizás por obvias razones y tal vez a fuerza de evadirlos. El dinero se agotó y la paciencia de madre también. Nos mudamos a algún conventillo en la calle Uruguay y conocimos gente nueva que se hizo parte de nuestra pequeña familia. Tuvimos que aprender a confiar en desconocidos que, en su mayoría, provenían del otro lado del océano y traían distintos idiomas, distintas costumbres y distintos olores.
Por esos años, madre necesitó de otro cambio drástico. Entrada en la treintena, su carrera como modelo menguaba día a día. A pura fuerza de voluntad, encontró su lugar en la Cruz Roja. Un buen día, después de mucho estudio y mucha práctica, madre trajo para almidonar y planchar su primer uniforme de enfermera. Tan bella estaba que quise abrazarla. Parecía una muñeca en tamaño real: bella en el escaparate del inquilinato.
Los años de guerra golpearon también al país: económica y socialmente. Al menos así decían. Yo jugaba a la rayuela con otras niñas de cuartos vecinos, ignorantes del mundo alrededor y del hecho de que, poco a poco, nos hacíamos mayores.
En algún momento, madre me inscribió en un colegio de monjas, donde debía aprender las letras, los números y las oraciones que repiten las personas piadosas. Todo eso hice por el bien de madre, de acuerdo con lo que me repetía una de las vecinas. “Debes obedecer a tu madre”.
Los domingos, madre me armaba los bucles rubios con una pinza caliente y me dejaba usar mi mejor vestido para ir juntas a misa. En la parroquia San Nicolás de Bari, escondiéndonos bajo una mantilla oscura cada vez, repetíamos: “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”. Es el día de hoy que recuerdo esa frase más que las demás; más que el canto Regina Caeli, que el saludo de la paz fraterno y que las amonestaciones del sacerdote durante la homilía.
Somos causalidades sin casualidades, solía repetir un viejo sin dientes por aquellas épocas. Cuando falleció, su habitación quedó vacía por unos días. Más pronto que tarde, fue de nuevo ocupada. Nada de aquello que los pobres dejan detrás es despreciado, no si viene otro aún más despojado.
Aún recuerdo ese fatídico día en que Omar entró en nuestras vidas para atropellarnos con su radiante simpatía. Fue en septiembre, cerca de la llegada de la primavera. Madre y yo preparábamos los canteros de los malvones que habían sobrevivido al invierno.
Él se acercó. Tenía la nariz en gancho y un ojo un poco oscuro. Los hombros parecían exceder las costuras de su camisa y sus pantalones gastados y zapatos de suela vieja nos hablaron de un hombre de trabajo de fuerza.