No están en el conventillo. Vine nomás salir del servicio, apenas me dieron la baja. Vine corriendo. Vine volando.
Mecha me ha puesto al día con una historia muy loca sobre un tío hermano de madre que ha decidido adoptar a las dos hermanas. Mis hermanas. Si es que eso fuera posible. Al menos una de ellas, Giny. Y Emma, mía. Mi hermanastra, mi mujer, aquella a la que amo y a la que anhelé durante dos años entre maniobra y maniobra del campo militar.
La habitación donde vivíamos ahora está ocupada por un viejo que fuma pipa y usa camisas a rallas. Hay otra que se vació hace poco, el dueño del conventillo me la ofreció gratis por unos días hasta que vuelva a trabajar en el puerto.
Mi mundo se ha desmoronado y la gente sigue caminando por la vida con indiferencia.
Unos días después me acerqué a la parroquia donde Emma solía confesarse con tanta contrición. Hasta fui con la vergüenza de saber que posiblemente ella habría confesado nuestros primeros intentos de juegos sexuales. Sin embargo, la duda era mayor: saber dónde estaba mi familia.
El padre Juvenal sabía. Tenía ese aire de esconder información que había visto tantas veces entre la gente del puerto que no te quiere dar ni un sorbo de agua. Lo tanteé por todos los lados que pude, hasta que me rendí.
Finalmente, me fui de allí con las manos vacías de información, los bolsillos llenos de dudas y la cabeza hirviendo de preguntas que nadie parecía querer responder.
Así volví a mis lugares comunes, con la esperanza de reencontrarlas en mi vida.
Otra vez me subí al ring, y entre golpe perdedor y golpe ganador la veía a ella, Emma, toda bella y empapada de cerveza como la noche que nos presentaron. Luego volvía a la habitación del conventillo y miraba en silencio con aprehensión la puerta del viejo de pipa y camisa a rallas. Tanto fue así que terminó cediendo a mi depresión y cambiándome de cuarto.
Entonces dormía en la habitación que compartía antaño con Emma y Giny. Y cuando entraba la luz de la luna a través de la ventana y traspasaba la cortina, yo imaginaba a Emma en camisón, hamacando a la niña en brazos, dándole el pecho lleno de juventud mientras yo me hacía el dormido.
El trabajo en el puerto era rutinario, y esas idas y venidas cargando sacos de granos cansaban mi cuerpo, distraían mi mente y llevaban un plato de comida a la mesa.
El 1 de agosto de 1953 fue el cumpleaños 19 de Emma. Compré una Coca Cola en la Confitería El Molino y una medialuna de manteca, de las que le gustan a ella. Compartí este festejo con su recuerdo encerrado en el cuarto donde vivimos juntos momentos tristes y otros de amor. Momentos de antes cuando todo existía de verdad y no como ahora que no hay nada que anclara mi existencia a la realidad.