Evan Peter.
Trago saliva antes de que mi mente despierte del todo. Mi cuerpo responde antes que mi conciencia, arrastrándome hacia la realidad con una velocidad aterradora. Todo es un torbellino: luces parpadeantes, una sensación punzante en cada fibra de mi ser, y la muerte, acechando como una sombra inevitable. No puedo moverme. Ni siquiera sé si siento algo más allá del ardor abrasador en mi piel.
—El paciente está grave, pero sigue consciente… —escucho la voz de una enfermera, distante, como si hablara desde el fondo de un túnel.
La gasa sobre mis ojos se desliza y la luz cruda del hospital golpea mis pupilas. Lo primero que veo es caos. Un flujo constante de camillas entrando por la puerta, como si la desgracia hubiera abierto las compuertas. Ambulancias llegan una tras otra, y las camillas avanzan, desordenadas, con vidas al borde del colapso. Algunos logran resistir, como ese hombre que tiene un trozo de hierro atravesándole el pecho. Lucha, sus ojos fijos en algún punto más allá del dolor. Es impresionante, casi absurdo, ver hasta dónde llega el instinto humano por aferrarse a lo que queda de sí mismo.
Luego veo a una mujer embarazada. Se levanta de su camilla con pasos tambaleantes, sosteniendo su vientre como si intentara mantenerlo unido con pura voluntad. Se dirige hacia un hombre tendido en una camilla cercana, toma su mano con una delicadeza que parece ajena a todo el caos a su alrededor. Eleva esa mano para besarla, como si ese gesto pudiera sellar algo sagrado. Pero entonces su expresión cambia. Se tensa. Sus labios tiemblan mientras la mano que sostiene se desliza de las suyas, inerte. El hombre está muerto. La mujer grita, un sonido tan desgarrador que atraviesa incluso mi aturdimiento.
El caos que la rodea se siente distante, pero dentro de mí se abre paso algo visceral. Quiero apartar la mirada, pero no puedo. Y cuanto más observo, menos deseo seguir aquí.
Una enfermera se acerca y se inclina hacia mí.
—¿Señor Peter? —pregunta con un tono que intenta ser tranquilizador, pero que no logra disimular la prisa en sus palabras—. Lo sacaremos de aquí, estamos para ayudarle. Necesito que se mantenga consciente durante todo el proceso. ¿Puede hacerlo?
Quiero responder. Quiero decir algo, lo que sea, pero las palabras no llegan. Mi garganta está seca, mi cuerpo atrapado en una parálisis que no puedo romper. Solo puedo mirarla, deseando que entienda lo que no puedo expresar.
Evan Peter. Ese nombre resuena en mi mente como un eco. Mi nombre. El que utilicé por tanto tiempo que casi he olvidado quién soy realmente. Un nombre que sigue siendo mi máscara, mi escudo, y que ahora, bajo estas luces pálidas y en medio de tanto sufrimiento, no puede significar más que mi perdición.
Y por primera vez en mucho tiempo, no estoy seguro de querer seguir sosteniéndolo.
…
El ambiente me envuelve como una niebla pesada, sofocante, que no puedo apartar. El blanco de la habitación parece infinito, un vacío que me consume. Mi cuerpo está sujeto a la cama, los vendajes en mis brazos y piernas me anclan, recordándome que estoy atrapado. La máscara de oxígeno empaña mi visión, su aliento frío y artificial es lo único que llena mis pulmones. Amargo, vacío.
Estoy despierto, pero agotado. Cada pensamiento se desmorona antes de tomar forma. La soledad se siente física, opresiva. La luz artificial parpadea ligeramente, y mi mirada se pierde en el pasillo oscuro más allá de la puerta entreabierta. Hay algo inquietante en esa sombra, algo que no puedo dejar de observar, aunque mi mente lo implore.
Mis párpados se cierran poco a poco. El cansancio me arrastra a un estado entre la vigilia y el sueño. La blancura de la habitación se disuelve, transformándose en algo más oscuro, algo que no puedo controlar.
La sensación llega primero: un peso sofocante que aplasta el aire de la habitación. Una presencia que no puedo ver, pero que se clava en mi pecho como una garra. Intento moverme, pero mi cuerpo no responde; estoy atrapado, indefenso. Mis ojos vagan, ansiosos por enfocar algo, cualquier cosa, hasta que finalmente lo veo.
Una figura alta y oscura se recorta contra el fondo blanco. La silueta parece desenfocada, como un recuerdo que mi mente se niega a procesar del todo. Pero los detalles emergen, claros como una herida abierta: una chaqueta negra desgastada, hombros anchos, y esos ojos. Vacíos, insondables, como si la humanidad hubiese sido arrancada de ellos.
El hombre no habla al principio. Solo se queda ahí, mirándome, y esa mirada es peor que cualquier palabra. Es como si me estuviera midiendo, analizando cada rincón de mi ser, decidiendo cuánto tiempo me queda antes de que me consuma por completo. Quiero gritar, pero mi garganta está seca. Mi boca apenas se abre, y el sonido se queda atascado en algún lugar entre el pánico y la impotencia.
Cuando finalmente habla, su voz me atraviesa como un cuchillo de hielo, grave, pausada, cada palabra goteando amenaza con un acento ruso que convierte el aire en un peso insoportable.
—Ты чувствуешь это? Жизнь... ускользает. (¿Lo sientes? La vida… se escapa).
El tono, inexpresivo pero cargado de intención, es peor que cualquier grito. Mi corazón golpea con tanta fuerza que parece que mi pecho va a colapsar. Quiero moverme, quiero gritar, pero estoy anclado a esta cama, atrapado por el terror que me consume.
Su mano se mueve lenta, deliberada, hacia la manta que cubre mis piernas. Cada segundo se alarga, interminable, mientras la respiración se me corta. Sé que algo terrible está por venir, pero no puedo apartar la vista.
Con un gesto medido, retira la manta. Bajo ella, mis piernas están rígidas, envueltas en yeso, inmóviles como si ya no me pertenecieran. Intento mover los dedos, cualquier señal de vida, pero no hay respuesta. Es como si una parte de mí ya estuviera muerta.
#3655 en Novela romántica
#1086 en Chick lit
#279 en Detective
#228 en Novela negra
Editado: 28.01.2025