Capítulo 7
Todos los presentes se levantaron, unos indignados y furibundos y otros sorprendidos y escamados, sospechando de la presencia de ese hombre allí.
En efecto, quien se apareció, repentinamente, no era bienvenido por los Masaharu ni los Sánchez, que ya lo habían conocido tiempo atrás en las peores circunstancias.
El imponente ojīsan, el abuelo de Azaki y Ran, Kane Masaharu, se hizo presente en la sala con su enorme pundonor y dignidad, que ocupó todo el espacio.
—¿Qué haces tú aquí? —dijo Azaki entre dientes, apretando la mandíbula y deseando fulminarlo ahí mismo.
No olvidaba. No podía olvidar cómo unos años antes, ese hombre le había sometido a un cruel castigo frente a su prometida Rous, abusando de su poder para ponerlo de rodillas y golpearlo con las varas de madera, y casi matando a su chica que se entrometió para defenderlo. De aquella vez, ella casi muere y él nunca más lo quiso ver ni tratar como familia. De hecho, ninguno de los presentes lo quería cerca, por la misma razón.
Y ahora estaba aquí, y a saber con qué nueva maldad se presentaba. Los únicos que rindieron pleitesía al hombre por su estatus y su edad, fueron los Watanabe, que se inclinaron profundamente frente a Kane. Sin mediar palabra le ofrecieron asiento sobre el tatami y quedó delante de Ran y su familia, casi como si los representara. Azaki quiso levantarse y corregir la situación, pero fue su padre quien lo detuvo.
No era momento para la descortesía sino para el silencio y la espera. La señora Watanabe se ocupaba del té a la manera tradicional, para ofrecerlo al distinguido visitante. En esos momentos nadie hablaba en el espeso silencio que fue roto por el sonido de un teléfono inoportuno. Rápidamente, el ruido estridente fue sofocado y unos pasos saliendo apresuradamente lo alejaron.
—Querido amigo —empezó hablando el ojīsan Kane— sabes que no soy de visitar a mis conocidos con frecuencia, pero la ocasión lo amerita.
—Agradezco la visita —replicó Yasu Watanabe. Estaba intrigado por la presencia del gran Masaharu, al que no veía desde hacía años, después del fracaso del compromiso entre su nieto Azaki y su hija.
—He venido a felicitar a tu familia grandemente por el compromiso entre mi nieto menor, Ran y tu amada hija Aiko —afirmó. Levantó el vaso de té para celebrar y él señor Yasu abrió mucho los ojos. Al parecer ya se había enterado de que quería romper el compromiso y venía a impedirlo pero ni modo. Debía dejarlo claro rápidamente.
—En cuanto a eso…
—Es por eso que traigo conmigo el acuerdo inicial. —Hizo una señal a uno de los hombres que lo acompañaban para que le alcanzara una especie de pergamino—. Aquí está. Como verás, es un Yabura renai gōi, firmado por mi abuelo y tu bisabuelo. —Le entregó el documento al hombre que lo desplegó inexpresivo, aunque se le notaba tenso.
Lo que tiene en las manos es un antiguo acuerdo familiar que se remonta a un siglo atrás, donde la familia Watanabe contrajo una deuda de honor impagable y en la que el clan se compromete a devolver el favor cuando un miembro lo solicite no importa en qué tiempo ni cuál sea el pedido. Es de obligado cumplimiento si no los muertos no descansarán. Es un acuerdo inquebrantable. Yasu ya imagina cuál es la solicitud, pero aun así debe preguntarlo.
—La petición de la familia Masaharu será cumplida, sea cual sea.
—La familia Watanabe dará a su hija Aiko como esposa del joven Ran.
—Yabura renai gōi —dijo el señor Yasu y se inclinó hasta el suelo, y su mujer, sentada un poco más atrás, también.
—Yabura renai gōi —aceptó Kane Masaharu con humildad y decoro.
Todos los demás, sectarios detrás de él, tuvieron que morderse la lengua, pues aunque despreciaban a ese hombre acababa de lograr lo imposible para su nieto. Los sentimientos eran encontrados. Azaki miró hacia atrás buscando a su esposa Rous temiendo su reacción, pero descubrió que esta ya no estaba en la sala.
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Rous no estaba porque en medio de la reunión y cuando “ese viejo malvado”, según ella, de Kane Masaharu se estaba tomando un tecito como si nada, cuando ella quería jalarle de los cuatro pelos porque no olvidaba como había maltratado a su querido esposito, el teléfono que llevaba días muerto, de pronto sonó, inoportunamente. Ella salió casi corriendo para apagarlo porque no daba con la tecla, de los nervios que tenía, hasta que vio quien la estaba llamando. ¡La Watanabe!. Miró a los lados para encontrar un sitio discreto donde hablar con la muchacha.
—¡Aiko! ¿Dónde estás? ¿Por qué no he podido hablar contigo en todos estos días? ¿Acaso me estás evitando porque crees que estoy del lado de mi cuñado?. Ya le di una lección a cuenta tuya… —Rous no paraba de hablar a borbotones sin dejar que Aiko contestara a nada ni tampoco permitía que le contara para qué la llamaba. De pronto se dio cuenta de que ya estaba enterada de la cagada de Ran. ¿Cómo podría ser?
—Espera… ¿Sabes lo que hizo? —se quedó asombrada y si la otra hubiera podido verla, se hubiera reído, tal era la cara de Watanabe en ese instante.
—Por supuesto. Nos convocó a todos a venir a tu casa…
—¿Estás en mi casa?
—¡Sí! ¡Pensaba que te vería e en el salón! —le increpó, pero antes de poder seguir hablando Aiko ya le había colgado. Rous se quedó mirando el teléfono, sorprendida. Le había cortado. Quizá estaba molesta por lo de que su cuñado les había contado todo, reflexionó con pesar. Pero antes de poder volver a su sitio en el salón unas manos suaves y pequeñas la llevaron hacia una salita lateral y de ahí la arrastraron al jardín de la parte de atrás.
—¡Aiko! —gritó la mujer. Le dio un abrazo gigante donde la envolvió entera, pues si bien Rous era pequeña, Aiko todavía lo era más. Agitó a su amiga dando vueltas con ella y las dos se reían como locas. Hacía tanto tiempo que no se veían y apenas hablaban por teléfono que el reencuentro fue apoteósico.