Capítulo 41
Ran suspiró, cansado.
Llevaba varias horas sentado en el salón pesando en este asunto. Desde que el jefe de seguridad el envío las fotos, no había dejado de darle vueltas. ¿Qué hacer? ¿Encarar a Aiko, desconfiar de ella, nuevamente? Le parecía tan reiterativo esto. No podía permitirse el lujo de meter a su esposa en el saco de la desconfianza y volver a generar un problema entre ellos porque quién sabía si esta vez la cosa no tendría reparación. Amaba a su esposa, estaban bien. Debía confiar. Lo había prometido…
Estaba dispuesto a cumplir con esto, solo que era tan difícil, tan doloroso, tener este agujero en el centro del pecho y no poder decir nada, que tuvo que dejar de trabajar y volver a casa, solo para tomarse el tiempo de tragarse el asunto y masticarlo. Para cuando ella llegó, estaba más o menos calmado. Así que la trató bien y la dejó ser.
No sabía que se traía su esposa con Yamada. Pero de seguro, ella no lo traicionaría. Se repitió esta frase mentalmente hasta que realmente la creyó. Era así tal cual. Y por más que por dentro la mordida de los celos le comía el estómago, iba a sostenerse de ese pensamiento hasta el final.
Subió a la habitación de matrimonio, que no había abandonado desde la visita de las cuñadas, y se desvistió. Al entrar al lujoso baño que compartía la habitación, quedo deslumbrado una vez más por la belleza de su linda muñeca. Aiko estaba dentro del agua, entre burbujas y aromas limpios, dándole una imagen de su nuca y su esbelto cuello, el perfil marcado de su naricilla y la boca turgente y ese cabello negro liso y suave que pasaba cada noche acariciando.
Se metió en el agua con ella y así se inició un hermoso jugueteo entre amantes. Le acarició la carita con un dedo, que deslizó desde la frente a la boca cruzando por el puente de su nariz. Tocar la piel de Watanabe y era como rozar el pétalo de un iris, delicado y frágil. Acercó la cara y la besó largamente, tiernamente, saboreándola. Ella respondió con la misma ternura y amor. Echó los brazos al cuello de él y acarició el cabello de su hombre amado. Era un placer saberse amado así, tanto en el cuerpo físico como espiritualmente. De ese nivel era la conexión que tenían ambos.
Entre burbujas de amor, pasaron horas en esa bañera.
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Raúl no sabía que más hacer para terminar con lo que tenía con Tara, y que en realidad no deseaba. No se entendía ni él mismo. Hacía todo lo posible por mantenerse lejos de ella, pues no era una mujer que le gustara, ni física, ni moralmente. Pero en cuanto la pequeña se le acercaba, su olor, su mirada y sobre todo, aquella forma que tenía de tocarlo y despertar sus más bajos instintos, hacían que terminara buscando la forma de arrastrarla hasta una habitación de hotel para volver a experimentar lo que ella le daba, como una droga. Se había vuelto adicto a aquel s*xo, apasionado, desmedido y sin control que ella ofrecía.
Aun así, algo no se sentía bien y quería acabar de una vez. Lo intentó varias veces, pero la chica no lo dejaba hablar y conseguía llevarlo siempre a algún rincón oscuro donde le metía mano hasta que lo encendía y lo volvía loco de pasión. Perdía la cabeza y al final era él quien no paraba, dándole una y otra vez en noches interminables, hasta que la luz del día daba señal de que amanecía. Al día siguiente aparecían en el trabajo, sin saludarse apenas, ojerosos y cansados. Ella feliz y él, estresado.
Tara gemía su nombre en cada encuentro, entregada de una manera como nunca antes creyó posible. Ella era tan adicta como él, y pensaba que aunque el chico no quisiera reconocerlo, se estaba enamorando de ella. Solo era que se le resistía un poco. Tenía fe en conseguir que la amara tanto como ella lo amaba a él. Eso pensaba, a pesar de las señales, como que él jamás se quedaba a dormir con ella y en cuanto terminaban saciados, recogía sus ropas y salía huyendo de la habitación. Eso sí, siempre la dejaba pagada.
Pero pronto todo cambiaria, reflexionó Tara contenta. Estaba muy segura. Mientras tanto, se acercó a buscarlo a su oficina y cuando no lo encontró allí, se encaminó a una pequeña terraza que había en un lateral del recinto y en la que a veces se encontraban los dos, a escondidas y a salvo de ojos curiosos.
Efectivamente, pudo verlo a través de la cristalera. Hablaba por teléfono y ella no quiso interrumpir, así que se acercó silenciosamente, sin afán de molestarlo, pero curiosa porque parecía hablar muy seriamente con la persona del otro lado.
Raúl escuchaba, sumido en sus pensamientos, después de la confesión a su hermana Alexa. Siendo lo más honesto posible, le contó como se sentía con respecto a ella. No la amaba, no tenía ningún sentimiento romántico por la chica. Pero el s*xo era tan extraordinario que se sentía incapaz de dejarlo y ella tampoco lo permitía, pues no había manera de que lo escuchara y terminarla.
—Raúl, ¿quieres poner fin a esto?
—Sí quiero, Alex. No quiero continuar con algo que no me lleva a ninguna parte. No quiero hacerle daño, claro que no, pero no siento nada por ella, fuera del s*xo —confesó abiertamente.
—Entonces solo mantente lejos. No me vale que me digas que no eres capaz de decírselo. Eso es una bobada. Si no has terminado con ella es porque no te ha interesado —respondió su hermana, directa y un poco cruel.
—Alexa, sí que hay algo de eso, tienes razón. No quiero seguir con esto, pero no he puesto remedio, no sé. Me siento culpable por eso. No he querido perderme lo que me da. La experiencia con ella en la cama es… de otro mundo. Pero no siento lo que tengo que sentir. Lo malo del asunto es que creo que ella sí ha empezado a sentir algo y…
—¡Raúl! ¿Cómo pudiste? —Alex le recriminó—. No tenías que dejar que llegaran tan lejos las cosas.
El chico jadeó. En realidad le ocultaba parte de la verdad. Raúl sabía perfectamente que Tara se había enamorado. No era tonto y reconoció las señales. Ella le miraba exactamente como él había mirado meses atrás a su exnovia. Sabía que su hermana tenía toda la razón. Se dejó llevar demasiado por el deseo carnal. Ahora se sabía responsable de que una chica saliera herida, aun cuando fue ella la que inicio todo desde el principio.