Capítulo 44
Empezaron a pasar los meses. Él en la empresa, ella en la universidad. Ya ni siquiera coincidían y Ran empezó también a pasar las noches en la oficina. Aiko, estaba cansándose de la lejanía impuesta por su esposo, que le parecía extrema. Ella, por otra parte, no sabía que el que era su marido estaba cayendo en un pozo profundo, con una depresión galopante, en el que cada día se iba hundiendo más.
Los ataques de ansiedad, donde creía que se moría, eran cada día más frecuentes y horribles. Empezaba a tener algunas fobias. Miedo a salir a grandes espacios abiertos, o miedo a atragantarse comiendo y perecer ahogado. A veces tenía miedo mientras se desplazaba conduciendo y el cielo se veía especialmente gris, pues le parecía que todo ese inmenso espacio lo estaba oprimiendo y le impedía respirar. Sin embargo, Ran se negaba a aceptar que estaba siendo víctima de tal cosa. Su mente le decía que era real lo que le y se empeñaba en culpar a su médico de lo que le estaba pasando, quejándose de no recibir un diagnóstico adecuado a su enfermedad por la incompetencia de los numerosos galenos que visitaba.
Su mente, ahora incapaz de razonar, nublada por una afección silenciosa y difícilmente detectable a priori, no era capaz de reaccionar y darse cuenta de que estaba enviando toda su vida al garete. Empezando por sus empresas donde las quejas por la mala gestión ya se estaba haciendo evidente, tanto para empleados como para accionistas y siguiendo por su matrimonio, que pendía de un hilo.
Aiko, estaba atada de pies y manos. Su esposo no la trataba mal, ni discutía, ni la ofendía de ninguna manera, pero ese era precisamente el problema. La ausencia de todo. De conversaciones, de apoyo, de afecto y de presencia, en una relación que se había vuelto inexistente, por falta de personal. Es decir, una relación de dos, donde uno no estaba y la otra solo esperaba y aguantaba.
Ella intentó tomar acción, presentándose en la empresa, cuando no le quedó otra, o esperándolo en las noches a que llegara sin importar la hora, pero todo fue inútil. Él se limitaba a escuchar los reclamos de la niña en silencio, dándole la razón de todo, pero pidiéndole paciencia y comprensión, al principio. Y más tarde cando la paciencia se acabó, negándose a habar para no discutir y esquivándola constantemente. A ella le parecía increíble estar en esa situación.
¿Cómo era posible que no pudiera tener una conversación mínima con su esposo para solucionar lo que les acontecía? Y más aún… ¿Cuándo le iba a poder comunicar las buenas nuevas si él no dejaba que se acercara, ni quería escucharla? Estaba embarazada.
Se dio cuenta cuando durante una semana entera casi no paro de vomitar por las mañanas, aunque al principio creyó que se debía a los nervios que pasaba por su situación con Ran. Hacía apenas un mes y medio de la muerte de sus suegros y ya estaba desesperada por la actitud de su esposo. Estaba sufriendo mucho en soledad, y eso la tenía en estado de angustia casi constante. Después de hacerse la prueba de embarazo y salir positiva, entendió que también sus hormonas le estaban jugando en contra.
Tal como estaban las cosas, no sabía si alegrarse o no por la noticia. Sí que estaba ilusionada, pero no sentía que ese fuera el mejor momento para plantearse la paternidad, tal como estaban las cosas dándose con Ran. Maldijo su suerte, pues hasta hacía poco tenían una vida perfecta y hermosa y de repente esta desgracia cayó como un rayo sobre ellos mandando todo al carajo. Ahora se encontraba sentada en un borde de la cama de matrimonio, con la cabeza baja y pensando en como hablar de esto con su marido.
Ahí fue donde fue consciente de hasta donde llegaban sus problemas maritales, pues querer hablar con el esposo se convirtió en una ordalía. No había manera. No podía simplemente enviarle un WhatsApp para contarle, ¿no? Pero al paso que iban la idea no le parecía tan descabellada, pues no hallaba la forma de comunicarse con él o de estar en privado y a solas. La situación estaba empezando a tener visos surrealistas.
A punto de cumplir los tres meses de embarazo se dijo que ya estaba bueno. Iba a hablar con su marido, quisiera o no quiebra. Se vistió con ropa bonita que la hacía sentir segura de sí misma y que disimulaba perfectamente la incipiente barriga que crecía por el embarazo. Se acarició la zona, hablando íntimamente con su bebé y tranquilizándose, pues la conversación con Ran quizá no iba a ser agradable. No se trataba de decirle que iban a ser papas, solamente. Se trataba de conseguir que su marido volviera a ser el hombre que la amaba y respetaba, tal como prometió.
Quizá lo que necesitaba justamente era un revulsivo, alguien que le dijera en su cara que ya era tiempo de dejar el luto y soltar ese papel de víctima que sostenía. La vida continuaba y la prueba de ello era su pequeño garbanzo.
Se desplazó por la ciudad con el chofer que se ocupaba normalmente de llevarla y traerla a la universidad y a sus quehaceres. Hoy se lo tomaría libre para ocuparse de esto, que era casi más importante que cualquier otra cosa. Llego al edificio y entro sin problemas, pues era reconocida fácilmente por la mayor parte de los empleados. Saludó con la mano a algunos que reconoció, y a otros inclinando un poco la cabeza.
Justo cuando llegó hasta la puerta de la oficina de su esposo y sostuvo el pomo de la puerta, se dio ánimos a sí misma y tomó una respiración profunda. Abrió la puerta y sonrió.
Veinte minutos más tarde, toda la planta era capaz de escuchar los gritos de la pareja, creciendo cada vez más.
—¿Qué estás diciendo, Ran?
—Lo que oyes, ¿o es que ahora te has vuelto sorda de repente? —le espetó con toda la rabia del mundo—. Estoy cansado. ¡No! Más que eso ¡Estoy harto! ¡Harto de ti y de tus niñerías y reclamos! No sé de qué demonios te estás quejando cuando tienes todo lo que cualquiera puede desear. A ver si maduras de una maldita vez.