Wild life (free the animal #1)

Capítulo 2.

Capítulo 2.

22 de noviembre, 2016.

Había conseguido cubrir la baja de una cajera de un supermercado en el centro comercial más concurrido de la zona. No duraría mucho, pero me gustaba la idea de poder ahorrar un poco y así tener más para mí misma.

Mi jornada laboral solía acabar alrededor de las siete y media de la tarde.

Aunque nuestra universidad de origen nos cubría la tarjeta sanitaria y gastos que para nosotras eran gratuitos y universales y para los estadounidenses no, siempre venía bien tener un poquito de dinero por si las moscas. Estaba deseando dejar este curro; ser dependienta en el supermercado era un rollo. Siempre lo mismo, cuando no tocaba reponer la mercancía, atendías en la caja. No sabía decir qué era más aburrido, pero no aguantaba más.

Sin embargo, hoy saldría más tarde. Un grupo de jóvenes había entrado en el último momento y había que atenderles.

—Stella —Me dirijo a una de mis compañeras de trabajo, apenas quedábamos unos cuantos—, ¿puedes anunciar por megafonía que cerramos en veinte minutos?

Aunque no fuera cierto, pues no podías dejar a los clientes a mitad de la compra, solía ser efectivo y se daban más prisa.

—Sissi —La encargada del turno de hoy se acerca a mí—, cierra tu caja, que vayan todos a la de Stella, anda. —Se apiada de mí, pues sabe que los miércoles entraba a la universidad a las ocho de la mañana.

Se lo agradezco y obedezco; no obstante, un carraspeo llama mi atención.

Me giro y tres jóvenes se postran frente a mí. Llevan un carro llenísimo. ¡Pobre Stella!

—La caja está cerrada, acudan a la número cuatro, por favor. —Sonrío, sin ganas, pero he de ser agradable.

—No. —indica tajante, no se ríe, no es una broma. Simplemente ha decidido que de ahí no se mueve.

—¿Qué? —Asombrada, pregunto.

—Quiero que me cobres tú.

Escucho una risilla, es uno de sus acompañantes. 

—Le estoy diciendo que esta caja se encuentra cerrada. —repito, si por mí fuera, le mandaba a la mierda, pero por mucho que deteste este trabajo rutinario, quería el dinero e iba a ser algo temporal.

—Y yo te estoy diciendo que me cobres tú —Sonríe, con suficiencia, pensando que ha ganado esta disputa. ¿Cómo se puede ser tan imbécil? — Galel, ayúdame a colocar la compra.

—Perdone —Interrumpo—, esta caja está cerrada. —Parezco un maldito loro, repitiendo una y otra vez lo mismo, es más, perdería menos tiempo atendiéndoles.

Me ignoran y proceden a colocar todo en la cinta.

Acabo cediendo, vale más la pena hacerle caso, ¡sólo quiero volver a casa!

¿Por qué mi jefa no intervenía? ¡Ni que fuera una novela Wattpadiana!

Termino de pasar los productos y me sorprende la cantidad de kilos de carne que llevan.

Son chicos grandes, pero joder, ¿tanta?

Niego con la cabeza y le indico el total que deben pagar.

La mano del insolente joven roza con la mía cuando me da su tarjeta de crédito y, me siento idiota al tener que sujetarme para evitar caerme. Necesito respirar pausadamente un par de veces para conseguir recuperarme.

Levanto la cabeza, frunciendo el ceño, ¿qué acaba de pasar? Me doy de bruces con sus ojos, son azules, muy azules, como si de dos profundos lagos se tratara, no expresan preocupación ni asombro por mi reacción. Al contrario, me examinan esperando, como si nada hubiera ocurrido.

—Tienes unos ojos bonitos. —digo sin saber por qué.

—Suelen decírmelo a menudo —Se encoge de hombros, como si no le sorprendieran mis palabras—. ¿Me devuelves la tarjeta? —Las comisuras de sus labios se elevan, complacido por mi despiste.

—Sí, claro. Un momento. —¡Qué tonta! ¡ni siquiera le había cobrado aún!

***

—¡Ya he vuelto! —exclamo cerrando la puerta de casa y dejando el bolso en el sofá.

—¡En la cocina! —grita mi compañera de piso y mejor amiga, Alicia.

—¿Qué me has hecho para cenar? —Me quito el abrigo y lo dejo en el primer sitio que encuentro.

—¿Acaso soy tu chacha? —Pone las manos en su cintura, si no fuera por el tono divertido que emplea, diría que está reprochándome.

—Pero eres la más sexy.

—Así me gusta —Me guiña un ojo—, ganándote mi amor y mi comida —Me pasa un cuenco de sopa y empieza a cenar ella también—. ¿Qué tal en el curro?

—Aburrido, como siempre y soportando a clientes idiotas.

—¿Qué ha pasado?

—Un idiota que se creía que podía vacilarme. Mi caja estaba cerrada y no paraba de insistir en que le atendiera yo.

—¿Joven?

—Sí, diría que es de nuestra edad; tendría un par de años más o un par menos. Pero sí, rondará los veinte.

—¿Al final le atendiste?




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