Creo que intentar conocerme —o incluso permitir que me conozcan— jamás ha sido tan complicado. Es como esa frase que dice: “Se cierra una puerta, se abre una ventana”. Así ha sido mi vida. Intentaba cerrar una etapa, y otra se abría. Por supuesto, sin relación alguna entre sí. Cada una diferente de lo que la gente ve en mí.
Es gracioso.
¿Como si la chica de bonitos ojos no pudiera tener problemas? ¿No es eso estigmatizar el problema? ¿Por qué suponemos que solo un reducido grupo de personas pueden tener heridas, cuando todos somos humanos que sentimos, caemos y nos quebramos?
Recuerdo la primera vez que intenté abrirme sentimentalmente con alguien. Lo cito:
“¿Por qué tienes esas inseguridades? Eres perfecta. Si yo fuera tú, jamás me sentiría triste ni disconforme. Tú lo que quieres es llamar la atención, ¿verdad?”
Tenía 17 años. Luchaba con la imagen que tenía de mí misma. Nunca pensé que el verdadero problema no era cómo me veía, sino cómo pensaba. ¿Pero cómo iba a entenderlo si era apenas una muchacha?
Esa fue la última vez que hablé con alguien de esa forma.
A los 18 comencé la universidad, como tantas adolescentes que sueñan con un futuro. Y aunque muchos se oponían a la idea de una mujer ingresando en Medicina, no lo pensé demasiado. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que se esperaba de una Winchester?
Recordemos: fui presentada a la sociedad londinense como una debutante. Todos esperaban que me comportara como “la mujer ideal para un buen matrimonio”. Sumisa. Vestida de blanco, símbolo de pureza. Practicando lectura activa, lenguaje elegante, bordado y piano. Exactamente lo que un hombre de la alta sociedad desearía ver.
Y, sin embargo, allí estaba yo, con pantalones largos.
En aquel año no era bien visto que una mujer vistiera así. Pero como suele decir mi tío: “Ahí va la pequeña Winchester”. Rebelde, desafiante, dejando claro que no necesitaba a ningún hombre para alcanzar lo que deseaba: riqueza, juventud, el trabajo de mis sueños y, sobre todo, estudiar lo que amaba.
Algunos incluso cruzaban de vereda al verme, convencidos de que era una seguidora del mismísimo Satanás.
¿Recuerdan la carta que apareció hace poco? Esa que hablaba de mi relación con mi —nótese el sarcasmo— querida madre.
En un día, todos en la universidad sabían quién era y qué había hecho.
Pero solo sabían eso.
Jamás supieron lo otro.
No es un secreto, en realidad.
Solo es algo que es mejor guardar, para no comprometer a otros.
Porque si hay algo que he aprendido, es que siempre que alguien se acerca demasiado a los Winchester, acaba mal.
Como era de esperarse, The London College of Healing Arts, una universidad de renombre y prestigio innegable, también arrastraba sus propios rumores. En esos días de tensión estudiantil, muchos murmuraban que el espíritu de un cirujano antiguo se manifestaba en las distintas salas de cirugía donde se practicaba anatomía.
Al principio, no lo creí del todo. Hasta que el estruendo y los gritos eufóricos —y francamente graciosos— me hicieron mirar con otros ojos la situación. Los vi: hombres corriendo despavoridos hacia el penthouse de la universidad, tropezando entre sí, huyendo a ciegas. Puntos fríos, luces parpadeando, una presencia imposible de ignorar.
Y allí estaba yo, observando. Ellos gritaban, huían, se empujaban sin importar a quién pisaban. Y yo... yo reía por dentro. Ellos eran mi entretenimiento.
Cuando finalmente el penthouse quedó vacío, me acerqué. Fui directo hacia donde aún se escuchaban los ecos del último grito. Las salas de cirugía, según decían, estaban prohibidas para los estudiantes. Claro, eso no me detuvo.
Al entrar, me encontré con un joven en posición fetal, temblando y sollozando:
—¡No! ¡Déjame vivir!
Quise acercarme, pero una figura en el fondo del pasillo me tomó por sorpresa.
El chico abrió los ojos, con lágrimas como ríos:
—Alguien... alguien me empujó. Me dijo que no entrara. Que iba a morir... como él.
—Debes irte. No te preocupes por lo que dijo, está mintiendo —le dije, casi por reflejo.
Él no dudó. Se levantó y salió corriendo.
Yo, en cambio, me quedé. Lo seguí. Por inercia, por curiosidad, o por instinto. El fantasma me condujo hasta la Sala de Cirugía 2. Era la primera vez que entraba allí. La recorrí con los ojos atentos, con una mezcla de respeto y desafío.
Fue entonces cuando me señaló una fotografía antigua en la pared. En ella, su rostro. Abajo, una inscripción:
"Dr. Alistair Philips, fallecido en 1789".
A veces los espíritus no son crueles. No todos son poltergeist rabiosos y destructivos. Algunos, como había estudiado con Theodoro años atrás, eran simplemente fantasmas de lugar. Espíritus anclados a espacios, repitiendo escenas, buscando significado.
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Editado: 29.06.2025