World In Disguise

Máscaras y sangre

El día del baile llegó más rápido de lo que esperaba. Apenas una semana después de aquella incómoda conversación, la mansión, que había estado sumida en sombras y polvo por más de una década, se llenó de vida de una manera casi grotesca. Todo brillaba con un esplendor que parecía fuera de lugar. Cortinas de terciopelo rojo cubrían las ventanas que llevaban años desnudas, candelabros dorados colgaban del techo como si hubieran estado ahí siempre, y flores exóticas llenaban el aire con un perfume embriagador.

Pasé los días previos observando, asombrado, cómo llegaban cofres de sedas, joyas y espejos antiguos, todo dispuesto para transformar nuestra olvidada mansión en un palacio digno de una corte real. No podía evitar sentir un extraño escalofrío mientras veía a personas que no reconocía—sirvientes, artesanos, músicos—trabajando en silencio, como si hubieran salido de algún rincón perdido del tiempo.

Esa noche me encontraba frente a uno de esos espejos, vistiendo un traje de gala que nunca había visto. El terciopelo rojo abrazaba mis hombros, pesado y lujoso. La máscara que debía usar me esperaba sobre la mesa: un delicado antifaz negro y oro que cubría solo la mitad de mi rostro, suficiente para ocultarme sin perderme del todo en el misterio. Me sentía como el maldito fantasma de la ópera; tal vez si me desfigurara el rostro, lo sería.

Mi madre había sido insistente en que esta sería una noche especial, pero no me había dicho por qué. Algo latía en el aire, algo que no podía identificar, pesado y obsceno, como un sucio secreto que costaría la vida de quien lo supiese. La casa, por primera vez en años, parecía tener un corazón palpitante, algo que me ponía nervioso. Demasiada luz, demasiado color, mucha vanidad, demasiadas personas.

—Es hora —dijo mi madre, entrando en la habitación sin hacer ruido. Su vestido era de un negro profundo, pero las joyas que lo adornaban brillaban como estrellas. Ella también llevaba una máscara, y en sus ojos había una emoción que no lograba descifrar. ¿Era orgullo? ¿Miedo?

—No entiendo por qué tanta preparación —dije, girándome hacia ella—. ¿Para quién es todo esto? Dijiste que no estamos solos, pero no he visto a nadie más.

—Vendrán —respondió ella, esquivando mis preguntas una vez más—. Esta noche es para ti, Tiberio. Es tu momento.

Sentí un nudo en el estómago al escuchar esas palabras. Nada de esto parecía real. Todo era demasiado brillante, demasiado lujoso, demasiado irreal. Me sentí como en un altar, como los altares de sacrificio. Aun así, no podía escapar de la extraña sensación.

Los invitados comenzaron a llegar poco después. Mi padre, rígido y solemne, me escoltó al gran salón, que estaba irreconocible. El suelo, que antes había estado cubierto de polvo y grietas, brillaba como si estuviera recién pulido. La música resonaba en el aire, una melodía etérea y melancólica que no pude identificar. Y los invitados... los invitados eran algo más.

Los primeros en llegar llevaban ropas tan ricas y elaboradas como las nuestras, pero sus ojos... algo en ellos me resultaba inquietante. Había algo en su forma de moverse, en sus miradas, que me hacía sentir que estaba ante seres peligrosos. Aunque no los reconocía, había en sus gestos una familiaridad incómoda, como si yo fuera una pieza clave en un juego que no comprendía. Solo recé por no ser un peón.

Me encontraba en el centro del salón, saludando a extraños tras sus máscaras, con una sensación creciente de que todos sabían algo que yo no.

Finalmente, llegó la hora del baile. Al compás de una música que me erizaba la piel, mis padres me guiaron al centro de la pista. Los invitados formaron un círculo a nuestro alrededor, mirándome con un fervor silencioso. Me sentía atrapado, sin entender el papel que debía jugar en esta extraña ceremonia.

—Este es solo el principio, Tiberio —susurró mi padre al oído—. Esta noche, eres parte de nosotros.

Antes de que pudiera preguntar qué significaba, la música cambió. Sentí un calor recorriéndome la piel, como si algo dentro de mí estuviera a punto de romperse o liberarse. Los ojos de los invitados, brillando detrás de sus máscaras, parecían más intensos, más expectantes.

Y entonces lo sentí; un ardor en mi brazo izquierdo, como si una barra al rojo vivo se pegará y chamuscada mi piel. No pude acallar el estridente grito; el ardor calaba en mí, como si por mi sangre corriera magma, como si mis extremidades fueran quemadas en un horno.




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