De las peores cosas que pueden suceder en la vida, muy pocas superan el dolor y la desolación que se experimenta tras la muerte de un joven, de un niño. Nunca sabemos que sintió al momento de morir, de perecer, independientemente de las condiciones en que lo haya hecho. Creo que lo único que supera ese dolor, ese pesar, es pensar en que viva sufriendo.
Me encontraba viajando a Santiago de Chile, sumida en el sopor que causan las largas horas de vuelo, alrededor de veinte en este caso, cuando me descubrí a mi misma meditando sobre el dolor que sería saber que, en lugar de morir, mis hermanos se encontraban sufriendo en alguna cama de hospital, a causa de las quemaduras y heridas causadas por el ataque de aquel dragón de dos patas. En cierto punto, si lo pensaba fríamente, era preferible el destino que les tocó, aunque mi alma siente el pesar de que su muerte fue dolorosa, o al menos eso pienso. Pocas cosas superan el dolor de la muerte de un niño, solo su sufrimiento… Mis hermanos tenían 7 y 12 años cuando todo sucedió, fui incapaz de protegerlos o rescatarlos del infierno en que murieron y sus muertes me perseguirán toda la vida. Juro que por ellos, por ellos y por los demás que perecieron aquel día, cobraré venganza, aunque me cueste la vida.
Me despertó de mis pensamientos la voz de una mujer:
- Disculpe, me permite pasar – dijo cálida y respetuosamente.
- Por supuesto – respondí mientras sacudía la cabeza para espantar mis pensamientos y tratar de volver a la realidad.
Me puse de pie en el pasillo del avión para permitir que la mujer pudiera salir y en ese momento cayó de mi mochila el libro que el Profesor Brown me había regalado “Criaturas Medievales”. Lo recogí y volví a mi asiento, ahora más despierta y lúcida que antes. Analicé el libro, viejo, gastado por los años de estudio, sus hojas amarillentas olían a polvo, amaba el aroma de los libros viejos, tenía un toque romántico que no coincidía con la temática y que daba a mi alma un respiro.
Luego de que la mujer volviera a su asiento, para lo cual debí ponerme en pie nuevamente, me dispuse a leer. No era nada fácil concentrarme entre tanto ruido, además el cansancio del viaje me jugaba una mala pasada y hacía más lento mi parpadeo, comenzaban a pesarme los ojos y se me hacía cada vez más difícil ganarle al sueño.
Cuando quise darme cuenta estaba descendiendo el avión, había perdido la oportunidad de leer pero había ganado horas de descanso. Las horas de sueño en el vuelo habían sido de las más reparadoras que había tenido en mucho tiempo, debe haber sido producto del cansancio acumulado porque seguro no era por la comodidad que tenía o el silencio que reinaba en el ambiente. Lo único que sé es que sin darme cuenta estaba llegando a mi destino…