El cadáver de la anciana no duró mucho. Los guardias lo arrastraron fuera como si fuese basura, sin una palabra, sin una pregunta. Nadie me señaló, nadie me acusó. Aquí abajo la muerte era rutina. Un día alguien respiraba, al siguiente no. Nadie perdía el tiempo buscándole sentido.
Pero lo que yo sentí esa noche no fue rutina. Fue algo distinto. El poder en mi pecho palpitaba más fuerte, como si cada gota de sangre derramada alimentara sus raíces en mi carne. Tenía la sensación de que algo me observaba desde el interior, como un animal enjaulado que empezaba a reconocer la fuerza de sus barrotes.
No pasó mucho tiempo antes de que todo cambiara.
El suelo tembló. Primero un murmullo leve, como si la tierra gimiera. Luego un estruendo que hizo caer polvo del techo. Los guardias gritaron órdenes, los esclavos se acurrucaron contra las paredes, y entonces lo escuché: un rugido. Un sonido antinatural, profundo, como si mil huesos fueran triturados al mismo tiempo.
El túnel se partió en dos cuando una bestia emergió desde las grietas. Era una amalgama de carne y piedra, con un cuerpo grotesco cubierto de espinas minerales y una mandíbula tan amplia que podría tragar un hombre entero sin esfuerzo. Sus ojos brillaban en la penumbra como carbones encendidos. El aire se volvió irrespirable, cargado de polvo y un hedor que mezclaba hierro y podredumbre.
Los guardias atacaron primero. Sus lanzas chocaron contra la piel pétrea del monstruo, que apenas se inmutó. Con un barrido de su cola cristalina, destrozó a tres hombres contra la pared. El suelo se llenó de vísceras y de un grito interminable que se apagó cuando el monstruo los masticó como si fueran carne podrida.
Los esclavos corrían en todas direcciones, pero no había salida. El túnel era una trampa perfecta: solo una boca y esa bestia bloqueándola. El miedo se esparció como una peste, y yo lo sentí, lo absorbí. El poder dentro de mí vibraba con cada alarido, como si se alimentara del terror ajeno.
No pensé en correr. Algo en mi interior me dijo que era inútil. Que mi destino no era huir. El monstruo giró la cabeza hacia mí, y en esos ojos ardientes vi algo familiar: hambre. Hambre de carne, hambre de vida. Era un reflejo grotesco de lo que ardía en mí mismo.
Tomé la piedra que aún guardaba, la misma con la que había destrozado el cráneo de la anciana. Mis manos temblaban, pero no de miedo: de furia contenida, de un instinto que me gritaba que debía hundirla en la carne de esa bestia.
El monstruo rugió y se abalanzó. Su mandíbula descendió sobre mí. Yo lancé un grito, no humano, no racional, sino un rugido salvaje que desgarró mi garganta. Salté hacia adelante en vez de retroceder, clavando la piedra en su mandíbula abierta. El filo tosco se rompió, pero no importó.
En ese instante, el poder se desató.
Mis manos se cubrieron de venas negras que brillaban con un resplandor enfermizo. El contacto con la bestia provocó un estallido: la carne bajo la roca comenzó a pudrirse, a agrietarse, a hundirse como si fuera devorada por dentro. La criatura chilló, un sonido agudo y desesperado que reventó los tímpanos de todos en el túnel.
Yo empujé con todas mis fuerzas, hundiendo los dedos directamente en su carne corrompida. Sentía cómo mi poder bebía de su esencia, cómo se tragaba su fuerza como si fuera agua. La bestia se revolvía, golpeando paredes, derrumbando piedras, matando esclavos a su alrededor en un frenesí ciego. Pero yo no solté. No podía soltar. Era como si ese contacto fuera lo que me definía, lo que me daba existencia.
Finalmente, el monstruo se desplomó. El suelo tembló con su caída, levantando nubes de polvo y cascotes. Su cuerpo, antes imponente, se deshacía en pedazos negros y quebradizos, como carbón húmedo que se desmorona entre las manos.
Me puse de pie, jadeando, cubierto de sangre y polvo. El túnel había quedado hecho añicos, las antorchas apagadas, los cadáveres apilados como montones de basura. Solo quedábamos unos pocos esclavos vivos, mirándome con los ojos abiertos de par en par. Yo también los miré. Y en ese cruce de miradas entendí algo: no podían vivir. No podían contar lo que habían visto.
Pero no aquí, no todavía. El derrumbe había abierto un pasadizo estrecho en la roca, una grieta que conducía hacia arriba, hacia un aire más fresco. Una salida.
La bestia me había mostrado el camino. La sangre me había dado la llave. Y ahora, la oscuridad me ofrecía el mundo.
Sonreí.
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Editado: 29.08.2025