Yatrkia: El Nacimiento de un Villano

Capítulo VI – La villa de los olvidados

El camino hasta la superficie me había dejado el cuerpo exhausto, pero mis pasos no se detuvieron. La noche me recibió con un aire frío que se colaba en mis huesos, un viento húmedo cargado con el aroma de tierra y pino, tan distinto al hedor viciado de los túneles. Caminé sin rumbo fijo, siguiendo un sendero apenas marcado entre los árboles, hasta que la bruma de la madrugada me mostró un puñado de luces titilando a lo lejos. Era un asentamiento humano. Una villa. No demasiado grande, pero lo suficiente para albergar vida, comercio, y la podredumbre social que siempre acompaña a los hombres.

La primera visión de Durnhald me resultó extraña. Casas de madera ennegrecida por el humo, techos de paja que parecían al borde del colapso, chimeneas escupiendo cenizas al cielo. Las calles eran barro mezclado con excremento de animales. El sonido de voces se entrelazaba con el balido de cabras y el gruñido de cerdos. Era un mundo abierto, sí, pero no menos miserable que los túneles. La diferencia era que aquí las cadenas no eran de hierro, sino de costumbre, de desprecio, de jerarquía.

Crucé las puertas de la villa, o más bien, dos troncos clavados en la tierra y custodiados por guardias con armaduras herrumbrosas. Sus ojos me escrutaron de arriba abajo. Mi aspecto, sucio, famélico, con las ropas desgarradas de esclavo, les arrancó una mueca de burla.

—Otro vagabundo salido de las minas… —murmuró uno, escupiendo al suelo.

—Con suerte muere de frío antes de que tengamos que sacarlo nosotros —respondió el otro, sin molestarse en detenerme.

Entré. Sus risas me siguieron como un eco. Lo comprendí de inmediato: aquí, como abajo, yo no era más que un desecho.

Las calles estaban llenas de vida, pero era una vida hueca, rutinaria, mecánica. Mujeres regateaban en el mercado, niños corrían descalzos en el barro, hombres cargaban leña o bebían cerveza aguada en toneles. Nadie me miraba con compasión; lo poco que se cruzaba en sus ojos era desdén. Para ellos, yo no era más que carroña con piernas.

Me mezclé con la multitud, observando, escuchando, aprendiendo. Tomé nota de la disposición de las casas, de la ubicación de la taberna, del templo con su campana oxidada. Observé a los guardias, su rutina, los callejones oscuros donde la vigilancia se relajaba. Era un mundo nuevo, sí, pero su estructura era tan frágil como un cadáver hinchado. Solo había que meter las manos en la herida correcta y abrirlo en dos.

Fue entonces cuando la vi.

Zeyra.

No la conocía aún por ese nombre, pero su imagen se grabó de inmediato en mi memoria. Era joven, quizás de mi edad, con un cuerpo enjuto por el hambre, la piel manchada de tierra y el cabello negro apelmazado por el sudor. La vi arrodillada en la plaza, fregando el estiércol de mulas bajo la mirada de un grupo de hombres que bebían y se burlaban de ella.

—Vamos, puta de establo, te dejaste un trozo ahí —rió uno, arrojándole un hueso roído.

—¿Te crees mujer? Ni los cerdos se revolcarían contigo —añadió otro, pateando el balde de agua para que se volcara.

Ella apretaba los dientes. Sus manos temblaban, pero no respondió. Se limitó a seguir frotando el suelo con un trapo inmundo. Sus ojos, sin embargo, traicionaban su silencio: un fulgor oscuro, contenido, como brasas bajo ceniza. No era sumisión lo que vi allí, sino odio encadenado.

Los hombres se alejaron entre risas. Yo me quedé observando desde una esquina. Había algo en ella que me resultaba familiar: ese mismo desprecio de todos hacia uno, esa misma humillación, ese mismo instinto de sobrevivir agachando la cabeza, esperando el momento. Ella era, en cierto modo, un espejo.

La volví a ver de noche. La villa dormía, y yo vagaba entre callejones buscando un lugar donde esconderme hasta el amanecer. El silencio estaba roto apenas por el ladrido lejano de perros y el crujido de maderas. Entonces, en un rincón junto al establo, la encontré. Zeyra estaba hurgando entre las sobras de pan que un panadero había dejado en una cesta vacía. Sus dedos delgados arrancaban pedazos con avidez, como un animal acorralado.

Me acerqué sin hacer ruido. Cuando mi sombra se proyectó sobre ella, se giró bruscamente, con un trozo de pan a medio roer en la mano. Sus ojos se abrieron con un destello de alarma, y en ese mismo instante se lanzó hacia mí con la rabia de una fiera. Me arañó, me empujó, tratando de huir. La sujeté por la muñeca, la fuerza de su cuerpo débil no fue rival.

—Suéltame —escupió, la voz ronca de ira.

Podía haberla roto en ese instante. Podía haberle quebrado el cuello y dejar que su cadáver se mezclara con la mugre de la villa. Pero en lugar de eso, sonreí.

—No tienes por qué robar sola —dije, arrancándole el pan de las manos y partiéndolo en dos. Le tendí la mitad.

Ella me observó con desconfianza. Dudó. Sus labios temblaron como si fuera a insultarme, pero al final tomó el trozo y lo devoró en silencio. Nos sentamos entre las sombras, como dos ratas compartiendo la carroña.

—¿Cómo te llamas? —pregunté después de un rato.

Hubo una pausa. Finalmente, murmuró: —Zeyra.

—Yo soy Yatrkia.

No hubo más palabras esa noche. Pero el pacto estaba hecho.

Los días siguientes la busqué con la mirada, y siempre la encontré en el mismo papel: arrastrándose por las calles de Durnhald como un objeto, siendo humillada, empujada, despreciada. Nadie veía en ella más que basura útil para las tareas que nadie quería hacer. Pero yo vi otra cosa: la misma furia reprimida que ardía en mí.

El segundo encuentro fue distinto. Un grupo de guardias la había acorralado en el callejón detrás de la taberna. Uno de ellos, gordo, con barba grasienta, la sujetaba contra la pared.

—Si quieres seguir durmiendo bajo techo, pagarás de otra manera —gruñó, sus manos recorriendo el cuerpo de ella mientras los otros reían.

Zeyra apretaba los dientes, los ojos enrojecidos por la impotencia. No gritaba. No lloraba. Solo soportaba. Como lo había hecho siempre.




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