Yatrkia: El Nacimiento de un Villano

Capítulo IX – La hoguera de los condenados

La villa siempre había olido a miseria, pero esa noche el hedor era distinto. Había tensión en el aire, como si cada antorcha que ardía en los muros anunciara un sacrificio. El rumor de pasos y voces se expandía por las calles empedradas, y los perros ladraban sin cesar, como si presintieran la sangre que correría pronto. Yo lo sentí primero en la piel: un escalofrío que no era miedo, sino presagio. Algo estaba por suceder. Algo que cambiaría para siempre mi caminar en este mundo.

Zeyra y yo nos habíamos movido con cautela durante semanas. La villa no era grande, pero estaba infestada de ojos y bocas listas para vender al prójimo por un mendrugo de pan. Nos refugiábamos en establos abandonados, sótanos olvidados y hasta túneles medio colapsados, siempre cambiando de lugar antes de que el amanecer nos encontrara. Habíamos aprendido a sobrevivir en las sombras, pero las sombras también traicionan.

Aquel día fue distinto. Cuando regresé a nuestro escondite en el molino viejo, lo encontré vacío. No había señales de lucha, ni sangre, ni huellas de arrastre. Solo un pedazo de tela rasgada, que reconocí como parte de su manto, tirada junto a la entrada. El aire estaba impregnado de humo y sudor ajeno. No tardé en comprender.

La villa había comenzado a murmurar sobre nosotros. Los guardias hablaban de “los forasteros que traen desgracias”, los niños repetían historias de “la bruja y su sombra”. El hambre y el miedo convierten a la gente en bestias. Y esa noche, los perros olfatearon el rastro. Habían seguido a Zeyra hasta el pozo viejo, donde ella buscaba agua. No la dejaron escapar. La emboscaron con redes, con cadenas, con palos. La golpearon hasta que sus rodillas se doblaron y su respiración se volvió un jadeo irregular.

Yo llegué tarde. La vi desde la distancia, rodeada, arrastrada entre insultos. Se revolvía como una fiera, mordiendo, escupiendo sangre en el rostro de sus captores, rompiendo dientes con la cabeza antes de que la derribaran a golpes. Sus gritos eran de furia, no de miedo. Eso era lo que la hacía distinta. Eso era lo que la condenaba.

La llevaron hasta la plaza central. La multitud se había reunido con rapidez, como moscas atraídas por la carroña. Antorchas iluminaban cada rincón, y las sombras de los hombres se mezclaban con las de las casas deformes, creando un circo de monstruos que vitoreaban el dolor ajeno. Nadie dudaba, nadie cuestionaba. Era una orgía de violencia colectiva.

Los guardias la ataron a un poste y comenzaron el espectáculo. El primero de los golpes cayó con un látigo de cuero endurecido, abriendo un surco sangriento en su espalda. La multitud rugió como una jauría. Otro golpe, y otro, y otro. Cada azote arrancaba jirones de piel, cada grito de Zeyra era ahogado por las risas y vítores. Yo miraba desde una esquina oscura, los dedos hundidos en la madera de la casa donde me escondía, con tanta fuerza que mis uñas sangraban.

No pararon ahí. Los niños del pueblo lanzaban piedras, los hombres escupían sobre ella, las mujeres la llamaban bruja, peste, maldición. La carne de Zeyra se hinchaba, se teñía de morado y rojo, y aun así mantenía la cabeza erguida. Sus labios destrozados intentaban sonreír entre la sangre, como si su desprecio fuera más fuerte que el dolor. Esa sonrisa fue la chispa que encendió algo dentro de mí.

Finalmente, cuando su cuerpo estaba apenas sostenido por las cuerdas, trajeron la leña. La apilaron bajo sus pies, rociaron aceite rancio, y uno de los sacerdotes alzó una antorcha. La multitud enloqueció, gritando que ardiera, que sus pecados fueran purgados por el fuego.

La antorcha tocó la pira, y en segundos el fuego rugió. El calor golpeó mi rostro incluso desde la distancia. Las primeras llamas treparon por la leña hasta lamer su piel. Y entonces, Zeyra gritó. Un grito desgarrador, humano y animal al mismo tiempo, que atravesó la plaza y se incrustó en mis entrañas. La multitud aplaudía como si celebrara un festival, mientras el fuego devoraba lentamente a la única persona que había caminado junto a mí en este infierno.

Yo no me moví. No podía. Mi cuerpo estaba hecho de hierro fundido, clavado en el suelo. Solo mis ojos ardían, siguiendo cada movimiento, cada espasmo de Zeyra, cada pedazo de carne que se ennegrecía. Quise cerrar los párpados, pero era incapaz. Estaba condenado a presenciarlo todo. Y quizás eso era lo justo.

Cuando las llamas envolvieron por completo su cuerpo y sus gritos se apagaron, lo que quedó fue un silencio brutal. Solo el crujir de la leña y el siseo del aceite se escuchaba. El humo ascendía en columnas negras, llevando consigo los restos de lo que había sido Zeyra. La multitud, satisfecha, comenzó a dispersarse. Algunos reían, otros cantaban, otros simplemente regresaban a sus casas, como si nada hubiese ocurrido.

Yo seguí allí, solo, observando cómo el fuego consumía hasta el último vestigio de ella. Mi respiración era un rugido contenido, mi pecho un horno de odio. Y entonces lo comprendí con una claridad absoluta: este mundo no merece redención. No existe justicia. No hay compasión. Solo hay fuerza y destrucción.

La villa había firmado su sentencia de muerte. Cada rostro que había gritado, cada boca que había escupido, cada mano que había arrojado leña o sostenido un látigo, todos serían ceniza. No quedaría nada. No porque fueran culpables en un sentido moral, sino porque así es como debía ser. La hoguera de Zeyra sería la semilla de una nueva hoguera, más grande, que consumiría toda la villa.

"Por ti, Zeyra… no quedará ni uno. Ni el que alzó la antorcha, ni el que miró en silencio. Todos conocerán el fuego. Y yo seré quien lo encienda."

El humo de la hoguera todavía impregnaba el aire, una mezcla nauseabunda de ceniza y carne quemada que se aferraba a la garganta con cada respiración. La multitud se había dispersado poco a poco, murmurando entre carcajadas ahogadas y rezos malditos, celebrando la muerte de Zeyra como si hubiesen presenciado un espectáculo de feria.




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