La nieve caía con fuerza sobre las calles apagadas de Las Vegas, cubriendo el asfalto con un velo blanco que la ciudad jamás había esperado. Bajo la tormenta inusual, una figura solitaria caminaba con paso seguro, apenas visible entre los copos.
Era una mujer de cabello rubio recogido bajo un gorro oscuro, envuelta en un abrigo de cuero marrón. Su rostro estaba semioculto por una bufanda negra y la sombra de la capucha que llevaba encima.
—Estás a tres manzanas de la casa —susurró una voz masculina desde el auricular escondido en su oído.
Ella no respondió. Solo caminó más rápido.
Frente a una antigua mansión neoclásica, detuvo su paso. El portón de hierro forjado chirriaba con el viento. Sin prisa, colgó la llamada, se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre la nieve. Debajo, vestía un uniforme táctico completamente negro, con compartimentos para municiones, herramientas electrónicas y una pistola asegurada en el muslo derecho. Su rostro desapareció detrás de una máscara de patrón metálico, fría como su mirada.
Saltó la reja con la agilidad de alguien que lo ha hecho mil veces y se deslizó entre los arbustos nevados. Desde el interior, luces tenues revelaban las siluetas de los guardias. Con movimientos calculados, Yelena se infiltró por las sombras. Cada paso estaba medido. Cada aliento, contenido. Cuando uno de los hombres pasó a escasos centímetros, ella ya había cruzado al otro lado.
Subió hasta el segundo piso, donde un pasillo alfombrado la condujo a una puerta doble de madera tallada. Allí estaba: el despacho del alcalde.
Empujó con suavidad. Cerradura sencilla. Entró.
El interior olía a cuero antiguo y humo de habano. Revisó cajones, muebles, compartimentos secretos. Documentos oficiales, carpetas con sellos clasificados… todo iba directo a su mochila. Entonces, lo notó: tras un retrato al óleo del propio alcalde, una caja fuerte empotrada en la pared.
Sonrió bajo la máscara.
Con herramientas especializadas, trabajó en silencio. Mientras giraba los discos internos, sus ojos se posaron en el retrato. Era idéntico al despacho de su padre, años atrás. Por un segundo, se quedó inmóvil.
El clic final la devolvió al presente. La caja fuerte se abrió.
En su interior descansaban tres objetos:
Un diamante dorado, con un fulgor cálido e irregular, como si algo latiera en su interior.
Un orbe oscuro, liso, opaco, que emitía un leve zumbido grave, más sentido que escuchado.
Y una carpeta polvorienta, de cartón endurecido, con una inscripción en la tapa: ARCHIVO 1865.
Yelena tomó los tres. Pero su mano se detuvo sobre la carpeta. La abrió.
Dentro había un documento amarillento titulado: “PROYECTO U”. Sus ojos se deslizaron por las primeras líneas hasta detenerse en un párrafo resaltado:
> “Proyecto Ultra Humano da inicio en 1988. El experimento busca reconfigurar los límites de la evolución humana.”
Su ceño se frunció. El nombre del proyecto no le era del todo ajeno. Lo había escuchado alguna vez… en una discusión entre su padre y su tío, cuando tenía apenas doce años.
Cerró la carpeta, esta vez sin mirar la segunda, también marcada con la fecha 1865. No era el momento. Pero su mente ya no estaba en el robo. Estaba volviendo a un pasado que creyó enterrado.
Un pitido agudo la sobresaltó. Luego, el rugido de una alarma cortó el silencio.
Maldijo. Recogió todo con rapidez y corrió hacia la puerta.
Los guardias no tardaron en aparecer. Disparos. Sombras. Caídas.
Yelena se movía como una danza entre la muerte y la estrategia, derribando uno a uno con precisión letal. No era solo habilidad: era entrenamiento, era trauma, era sobrevivir.
Uno de los hombres, herido y tambaleante, logró murmurar antes de desplomarse:
—El proyecto… no ha terminado…
Esa frase la paralizó un instante. Luego corrió, saltó por una ventana y cayó en la nieve con una voltereta fluida.
A la vuelta de la esquina, un vehículo oscuro la esperaba. Se cambió de ropa rápidamente, metió las carpetas en el asiento del copiloto y encendió el motor justo cuando las sirenas empezaban a llenar el aire de luces rojas y azules.
Marcó un número en su teléfono.
—Dime que no rompiste nada valioso —dijo el jefe, su voz rasposa y burlona.
—Tengo lo que pediste. El diamante. El orbe. Todo.
—¿Y las carpetas?
—Inservibles. Pura burocracia vieja.
Hubo un silencio breve.
—Bien. Punto de encuentro en diez minutos. Yelena… no llegues tarde. Hay compradores ansiosos.
Colgó antes de responder.
En el punto acordado, dos hombres bajaron de una furgoneta negra. Ella les entregó la mochila con los artefactos. Ellos, un maletín con un cheque de dos millones.
Negocios. Nada más.
Regresó a su vehículo. Encendió la radio para distraerse. La señal era inestable, interrumpida por interferencias y estática. De pronto, una voz nerviosa se abrió paso en la frecuencia:
> “Última hora: robo confirmado en la residencia del alcalde de Las Vegas. El autor o autores aún no han sido identificados. Se considera armado, letal y altamente entrenado.”
Una sonrisa fugaz se dibujó bajo su máscara.
Pero al girar la cabeza y ver las carpetas en el asiento, su expresión se ensombreció. No las había entregado. No podía hacerlo.
Una parte de ella, más antigua que sus crímenes, sabía que esas páginas escondían una verdad personal. Que el número 1865 no solo marcaba una fecha.
Marcaba un destino.
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Editado: 22.06.2025