El desierto de Nevada era un océano de arena interminable. El viento lo barría con una furia que arañaba la pintura de la camioneta negra, arrastrando consigo remolinos dorados que parecían cuchillas flotantes. Sobre ese horizonte sin nombre, avanzaba un vehículo por un camino que no existía en ningún mapa.
Yelena conducía con el rostro impasible, aunque cada músculo de su mandíbula parecía cincelado a fuego. Los nudillos se le tensaban sobre el volante. Sus pensamientos iban y venían como sombras inquietas.
¿Por qué nadie le había contado la verdad?
¿Por qué su padre firmaba un informe sobre experimentos con niños?
¿Y si… él seguía vivo?
Dentro del vehículo, el silencio era tan espeso que cada respiración se sentía como una confesión. Y, sin embargo, las palabras escritas en aquel documento no dejaban de latirle en la cabeza:
"Mi hija está en riesgo… La extraje del complejo…"
Apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula.
—¿Por qué me dejaste? —susurró, como si el aire pudiera devolverle la respuesta.
A muchos kilómetros, en las entrañas de una vieja estación eléctrica olvidada por el gobierno y por el tiempo, una sala oscura vibraba con el zumbido de equipos clandestinos. Un dron encubierto enviaba imágenes a una pantalla polvorienta.
Allí, un hombre observaba. Sus ojos eran de un gris helado, como acero sin pulir, y su barba ocultaba cicatrices que parecían viejas historias talladas en la piel.
En la imagen, Yelena descendía de la camioneta frente a una cabaña solitaria.
Un gruñido ronco se le escapó. Jhonatan Hardy. Para algunos, Bloodshoot. Para Yelena, un fantasma del que nunca le hablaron.
—Está más cerca de la verdad de lo que creía… —murmuró.
Detrás de él, un joven apareció sin hacer ruido.
—¿Va a hablar con ella, coronel?
—No todavía. Si lo sabe todo antes de tiempo, podría volverse contra sí misma. O contra mí.
—Pero… es su hija.
—No —respondió, con un filo de amargura—. Dejé de serlo el día que la entregué a ese bastardo que se hace llamar “El Jefe”. Ahora solo soy su sombra.
En la cabaña, el aire olía a papel viejo y tabaco. Entre estantes desbordados y lámparas que chisporroteaban, la esperaba un hombre de manos amarillentas y mirada astuta: César “El Cuervo” Medina, archivista del mercado negro, experto en encontrar lo que debía permanecer oculto.
—Yelena Hardy… juraban que te habían hecho volar en Moscú.
—Aún no —contestó, seca.
Dejó caer sobre la mesa dos carpetas gastadas.
—Quiero que analices esto. Archivos de 1865 y 1990. Quiero nombres, ubicaciones, experimentos… y si mi padre está muerto.
Medina hojeó los documentos y un destello de alarma cruzó su rostro.
—¿Sabes lo que tienes aquí? —preguntó, sin apartar la vista.
—Empieza a hablar, Cuervo.
Mientras tanto, en la estación eléctrica, Jhonatan activaba un protocolo que había prometido no volver a usar. Tecleó en una terminal militar. En la pantalla apareció un contacto etiquetado como OBJETIVO DORMIDO.
"Es hora de reactivar la unidad secundaria. Si me encuentran primero… no la perdonarán."
En algún sótano olvidado, entre bruma artificial y luces parpadeantes, unos ojos se abrieron lentamente… ojos que no habían visto el mundo exterior en años.
En la cabaña, Medina imprimió una hoja y la deslizó hacia Yelena. Era una fotografía satelital borrosa, filtrada a través de demasiadas manos: un hombre frente a una antena clandestina en Dakota del Sur.
El mismo rostro que firmó aquel informe de 1990.
Yelena sintió que el mundo se detenía.
—Está vivo… —murmuró.
Pero no había alivio en su voz. Solo un filo de fuego contenido.
—¿Dónde fue tomada?
—Las coordenadas están ahí. Pero si vas, no vayas armada. Ese hombre era una leyenda… cazaba mutantes sin parpadear.
Yelena esbozó una sonrisa breve, casi peligrosa.
—Yo no soy mutante. Soy su hija.
Esa noche, en la estación eléctrica, Jhonatan Hardy observó el cielo oscuro desde su puesto de vigilancia. El viento gemía entre los esqueletos de metal.
Y supo que ella venía.
Que esta vez… no habría más secretos.
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Editado: 10.08.2025