Yelena Hardy Archivo 1865

Capitulo 4: SOMBRAS EN LA NIEVE

La noche descendía sobre Dakota del Sur con la lentitud de una amenaza. El cielo, teñido de azul acerado, apagaba poco a poco los últimos rastros de luz, y las colinas se vestían de sombras que parecían moverse con vida propia.

Las coordenadas que Yelena había recibido la guiaron hasta un sendero olvidado, cubierto por un manto grueso de nieve que amortiguaba todo sonido. Había dejado la camioneta varios kilómetros atrás: ahora solo quedaban ella, el frío y el silencio.

Llevaba la carpeta del Proyecto Ultra Humano ajustada bajo el brazo, y el peso de su arma cargada en la mano derecha. Sus botas se hundían en la nieve con un crujido sordo. Cada paso la acercaba a una posibilidad que su vida había negado durante años: que su padre estuviera vivo.

A lo lejos, sobre un risco helado, unos ojos la seguían a través de un visor térmico.
Jhonatan Hardy.

Ella no tenía idea.

Llevaba una hora siguiéndola, moviéndose con el viento, comprobando que no hubiera vigilancia aérea ni rastreadores satelitales. Pero algo en la imagen térmica lo detuvo de golpe.

—Mierda… —susurró, ampliando el enfoque.

No venía sola.

Cinco figuras se movían por delante de Yelena, dispersándose en un semicírculo invisible. Trajes negros, rifles modificados, patrones de paso entrenados: operativos de exterminio.

Yelena caminaba directo hacia una emboscada.

En la nieve, ella también lo sintió. No por un sensor, sino por ese instinto que nace del peligro. Se detuvo, escaneó el terreno y notó una huella mal borrada junto a un arbusto.

—No estoy sola… —murmuró, agachándose tras una roca.

La respuesta llegó como un soplo de muerte: una ráfaga silenciada pasó a centímetros de su cabeza. Rodó hacia la izquierda, se cubrió detrás de un tronco, y disparó dos veces. Una silueta cayó.

Quedaban cuatro. Y se movían rápido.

Desde lo alto, Jhonatan apretó el gatillo de su rifle, pero esperó.
—Idiotas… —murmuró—. No saben con quién se metieron.

Yelena arrojó una granada de luz, cegando momentáneamente a sus atacantes. Aprovechó para deslizarse cuesta abajo, rodando hasta una grieta natural en el terreno. La nieve le mordía la piel a través de la ropa, y su respiración se volvió vapor espeso.

Una voz metálica emergió de un transmisor que uno de los cuerpos caídos llevaba al cinturón:

> —Confirma objetivo en visual. Prioridad máxima. Instrucciones directas de “D”.

“D”…
La sangre le hirvió.
¿Darkshoot? ¿El jefe detrás de todo esto?

No tuvo tiempo de pensar. Una sombra se abalanzó sobre ella, cuchillo en mano. Forcejearon, la hoja a centímetros de su garganta, el metal brillando con reflejos de luna.

Entonces, un disparo limpio atravesó el silencio. El cuerpo que la atacaba se desplomó sobre la nieve. Otro disparo. Y otro. En menos de diez segundos, los cuatro enemigos restantes yacían inertes, sin haber visto de dónde vino la muerte.

Yelena se puso de pie, la pistola aún firme, apuntando hacia la dirección de los disparos.

Nada.

Hasta que lo vio.

En el filo del monte, recortado contra la luna, un hombre de abrigo largo la observaba. El viento movía el borde de su ropa como si el invierno intentara arrancarlo del suelo.

Ella levantó el arma.

—¡Muéstrate!

El hombre no respondió. Bajó el rifle con calma, lo colgó al hombro y empezó a girarse para marcharse.

Había algo en su postura, en ese andar… un eco que su memoria reconocía aunque su razón intentara negarlo.

—¡Espera! ¡¿Quién eres?! —gritó.

Él se detuvo. Solo un segundo.

Sin mirarla, respondió con una voz grave que pareció viajar más allá del viento:

—…Nos vemos pronto.

Y se perdió entre los árboles.

Yelena quedó sola, el arma aún en alto, escuchando su propia respiración en el silencio blanco. No tenía pruebas. No tenía certezas.

Pero algo nuevo y peligroso se abrió paso en su interior: esperanza.

Y eso la asustó más que cualquier enemigo.




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