El despertador vuelve a sonar a las 6:00 am. Me pregunto si lo programé mal, porque juraría que apenas cerré los ojos. Mi mano se desliza hasta el celular, y por un momento, me quedo viendo la pantalla. La tentación de apagarlo y seguir dormido es grande, pero el peso de los pendientes es mayor. No pasa nada, me digo. Todo está bien.
Me levanto como un autómata. El cuerpo duele menos, pero la mente ya está en piloto automático. La rutina se siente como caminar por un túnel sin salida. En la cocina, me topo con mi hermana menor. Tiene el cabello húmedo y un uniforme escolar impecable.
—¿Otra vez lo mismo para desayunar? —pregunta mientras se sirve cereal.
—Es lo que hay, Dani. —La respuesta me sale más seca de lo que pretendía. Ella me lanza una mirada rápida, pero no dice nada.
El silencio se vuelve incómodo. Intento concentrarme en mi taza de café, en el vapor que sube y desaparece, pero siento sus ojos clavados en mí.
—¿Todo bien? —insiste después de un rato.
—Sí, claro. —Mi respuesta es automática. "Todo bien". Es como si esas palabras hubieran sido tatuadas en mi lengua desde niño. No importa lo que pase, siempre estoy bien.
El camino al metro es una copia del día anterior, solo que el frío parece haberse colado por los huecos de mi chamarra. Llego al andén y la multitud se siente más apretada hoy. Cada vez que alguien roza mi hombro, un escalofrío recorre mi espalda. Mi mente empieza a jugar conmigo: "¿Qué pasa si no hay espacio en el vagón? ¿Qué pasa si alguien me empuja? ¿Y si...?"
—Disculpa, ¿me dejas pasar? —Una mujer con bolsas del mercado me habla, sacándome de mis pensamientos.
—Ah, sí, claro. Perdón.
Me muevo torpemente, tratando de hacerle espacio. Cuando por fin entro al vagón, siento que no puedo respirar. La gente habla, ríe, tose. Todo me molesta. Mi garganta se cierra un poco, pero fijo la vista en el suelo. No pasa nada. Estoy bien.
—¡Ey! ¿Por qué tan callado? —pregunta Diego en clase, dándome un ligero golpe en el hombro.
Diego es uno de esos tipos que siempre tiene algo que decir, aunque no sea relevante. Es el alma de cada grupo, el que te hace sentir culpable por no sonreír.
—Ando cansado, nada más. —Otra mentira lista.
—Pues échale ganas, bro. La vida no es para andar con cara larga.
Asiento con una sonrisa de compromiso. "Echarle ganas". ¿Por qué todo el mundo piensa que es tan fácil? Como si solo se tratara de apretar un botón y todo mejorara. Diego se distrae con otra conversación, y yo vuelvo a mis pensamientos.
Durante el descanso, me siento solo en una banca del patio. La gente pasa con prisa, hablando de exámenes, chismes o los planes para el fin de semana. Yo miro mis manos, notando cómo las uñas están ligeramente mordidas.
—¿Vas a comer algo? —pregunta Mariana, una compañera que apenas conozco.
—No tengo hambre. —Es cierto, aunque mi estómago gruñe. Comer se siente como un trámite más, algo que no tengo energía para hacer.
—Bueno, si necesitas algo, dime. —Sonríe antes de irse.
Su amabilidad debería reconfortarme, pero solo me siento más pequeño. No quiero ayuda. No quiero que me miren como si algo estuviera mal.
Por la tarde, regreso a casa y mi mamá está en la sala, viendo su telenovela favorita.
—¿Cómo te fue? —pregunta sin apartar la vista de la pantalla.
—Bien. Todo bien. —De nuevo, las palabras salen sin esfuerzo.
Subo a mi habitación antes de que pueda hacer más preguntas. La grieta del techo me saluda como si también estuviera esperando noticias. Me tumbo en la cama, con los audífonos puestos y la música a todo volumen. Cierro los ojos, intentando apagar el ruido de mi cabeza.
Los pensamientos vienen en avalancha. No soy suficiente. Todo es un desastre. ¿Y si no logro nada? Mi pecho se siente pesado, como si algo invisible me estuviera aplastando. Me obligo a abrir los ojos y mirar alrededor.
No pasa nada. Todo está bien. Me repito esas palabras como un mantra, pero cada vez suenan más vacías.