La velada transcurría en un exclusivo salón privado de uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Los socios y empresarios más influyentes se reunían bajo la excusa de fortalecer lazos comerciales, pero en realidad, era un campo de batalla de egos y apariencias. Mirah, como siempre, destacaba entre todos. Su presencia era como un perfume caro: embriagadora, pero sofocante.
Entre copas de vino y platos decorados con precisión, la conversación giraba en torno a los nuevos proyectos sociales que algunos empresarios querían impulsar. Adler, un joven filántropo que apenas había logrado entrar en ese círculo, se armó de valor y habló sobre su iniciativa para construir viviendas dignas para familias de bajos recursos.
—Quiero levantar un conjunto residencial que ofrezca hogares decentes para familias humildes —explicaba Adler con pasión—. No solo es caridad, es darles una oportunidad de tener un futuro mejor, de integrarse a la sociedad sin la carga de la miseria.
Un murmullo aprobador recorrió la mesa, hasta que Mirah alzó su copa de vino y la hizo tintinear suavemente para llamar la atención. Con una sonrisa ladeada, habló:
—¿De verdad crees que esa gente necesita casas? —preguntó con un tono que oscilaba entre la condescendencia y la burla—. Lo que necesitan es educación... para no reproducirse sin control. Pero claro, eso sería demasiado lógico, ¿no?
Algunas carcajadas estallaron en la mesa. Adler se quedó inmóvil, tratando de no mostrar su indignación, pero el rubor en su rostro lo delataba.
Mirah continuó, disfrutando del silencio incómodo.
—No sé ustedes, pero yo siempre he creído que la pobreza es un virus que se hereda. ¿Para qué construir casas si seguirán llenándolas de niños que no tendrán más futuro que pedir limosna? Mejor una campaña de control natal, aunque eso no suena tan romántico como "dar oportunidades".
—Tienes razón, Mirah —apoyó uno de los presentes, un banquero de apellido fuerte pero con escrúpulos ligeros—. Sin educación ni cultura, solo criarían más parásitos.
—Totalmente de acuerdo —dijo otro empresario con una sonrisa venenosa—. Puedes construirles una casa, pero no les quitas la miseria de la cabeza.
Adler abrió la boca para replicar, pero otro de los hombres lo interrumpió:
—Vamos, muchacho. No es que no tengamos corazón, pero tienes que ser realista. Esta ciudad no se sostiene con sueños de igualdad.
Mirah, satisfecho, bebió un sorbo de vino antes de recostarse en la silla, dominando la escena.
—La caridad no es más que un parche —remató—. Yo prefiero invertir en lo que da frutos, no en lo que solo se pudre más lento.
La conversación se desvió hacia otros temas, pero la risa cruel que compartieron algunos se quedó impregnada en el ambiente. Adler se quedó en silencio, tragando su orgullo junto con el vino barato que, de repente, le supo a ceniza.
Para Mirah, aquello no fue más que un juego divertido. Para los demás, una demostración de poder. Para Adler, la amarga constatación de que no todos en esa sala tenían alma.