La primera sensación que me devolvió a este lado de la existencia fue un hormigueo. No era desagradable del todo, solo… extraño. Como si un millón de alfileres diminutos estuvieran danzando bajo mi piel, despertando cada maldita terminación nerviosa de un letargo que se sentía largo, muy largo y profundo. Mis músculos parecían gelatina, flácidos, como si llevaran una eternidad sin usarse. ¿Cuánto tiempo había estado así? Ni idea.
Luego, el peso. Sentía mi cuerpo increíblemente pesado, anclado a algo que definitivamente no era la superficie familiar y blanda de mi colchón en el departamento. ¿El departamento? ¿Ese agujero en el que nos habíamos refugiado del caos de afuera? Espera… ¿Cómo diablos llegué aquí? La memoria… era como intentar agarrar humo. Los recuerdos eran escurridizos, se deshacían en el instante en que intentaba ponerles nombre o forma. Vacío. Había un jodido vacío donde antes estaban los hechos.
Abrí los ojos con esfuerzo. Parpadear fue como lijar mis globos oculares. La luz era tenue, filtrándose con dificultad por una ventana alta y estrecha con barrotes metálicos. Definitivamente no era la visión gris y desolada de la ciudad que recordaba. ¡Gracias a Dios! Era diferente. Las paredes eran de cemento, frías y desnudas. El techo bajo, con vigas de madera expuestas. Y el olor… Mierda, el olor. Olía a cal fresca, a humedad controlada – lo cual ya era un milagro en sí mismo – y a algo extrañamente reconfortante, parecido al pan recién horneado. Pero debajo de eso, había notas de sudor y un inconfundible aroma a metal. No era, no era, el hedor a carne podrida y muerte que se había convertido en mi Dior Sauvage diario allá afuera. Un pequeño alivio, supongo. Al menos no olía a que iban a desayunarme.
Intenté hacer un movimiento. Solo un pequeño intento de girar o incorporarme. Y boom. Un dolor agudo, punzante, me atravesó el costado. Un gruñido se escapó de mi garganta, más como un animal herido que como la voz sexy y meliflua que sabía que tenía (o solía tener).
"Despertaste".
La voz. Ah, la voz. Podría reconocerla en medio de la horda de zombis más ruidosa del mundo, aunque todos estuvieran gritando "¡Cerebros!". Era ella. Dulce, sí, pero con un filo. Un borde que siempre me ponía nervioso, me mantenía alerta. Y me encantaba. Joder, cómo me encantaba.
Giré la cabeza lentamente, centímetro a centímetro, maldiciendo el dolor que recorría mi cuello y mi costado. Y ahí estaba. Sentada en una silla rústica al lado de la cama improvisada donde yacía mi patético y dolorido cuerpo.
Evelyn.
Verla me golpeó. De verdad. Fue un golpe más fuerte que el que, aparentemente, me había noqueado. Una oleada de alivio tan pura, tan intensa, que se me formó un nudo en la garganta. Sentí que los ojos me picaban. Mierda. ¿Estaba llorando? Yo llorando. Sí. Un par de lágrimas calientes se deslizaron por mis sienes hasta la almohada. Era como si mi cuerpo, mi mente, mi jodida alma, se hubieran dado cuenta de que la habían perdido. De que habían pasado meses, sin ella. Como si la hubiera perdido y recién ahora la recuperaba. La sensación de vacío en mi memoria se llenó de golpe con el pánico helado de haber estado sin ella. Verla ahí, viva, real, fue demasiado.
Se veía diferente. Mucho. Su cabello rojo, ese que antes era una cascada desordenada de fuego que le llegaba hasta la cintura y que me encantaba enredar entre mis dedos, ahora estaba corto. Le llegaba apenas a la barbilla, un poco revuelto, como si no se hubiera peinado en días. Pero no era solo el cabello. Sus ojos verdes. Ese par de esmeraldas brillantes que siempre me habían hipnotizado, que me leían el alma sin que yo dijera una palabra, tenían una intensidad distinta. Una mezcla compleja. Había alivio, sí, al verme despertar. Pero también un cansancio profundo que no le había visto nunca. Había pasado por mucho. Lo podía ver en ellos.
Y luego, noté lo obvio. Lo que no se podía disimular. Su silueta. A pesar de la ropa holgada que llevaba –una especie de túnica de tela basta, simple, que caía desde sus hombros–, no podía ocultarlo. Su vientre. Estaba… abultado. Redondeado de una manera que no dejaba lugar a dudas. Era... enorme.
Y sus pechos. ¡SANTA MADRE DE DIOS! Siempre habían sido… espectaculares. Un espectáculo que me robaba el aire, me desconectaba el cerebro, me hacía olvidar que estábamos en medio del apocalipsis. Pero ahora… ahora, con el embarazo, parecían haber… duplicado su tamaño. Desafiaban las leyes de la gravedad, de la física, de todo lo que creía saber sobre el universo, bajo la tela de esa simple túnica. Subían y bajaban suavemente con su respiración, un movimiento rítmico que, incluso en mi estado aturdido y dolorido, mi cerebro de idiota no pudo evitar notar. Y la túnica... joder, la túnica. Era amplia, sí, pero el cuello... el cuello tenía una abertura generosa, que dejaba ver... bueno, dejaba ver mucho. Muchísimo. La tela se tensaba justo donde los pechos se volvían… más de lo que ya eran. Era una vista… apocalípticamente gloriosa.
"Mierda, Evelyn", logré murmurar, la voz tan áspera y ronca que apenas la reconocí. Sonaba a un viejo fumador de tres cajetillas diarias. "¿Qué… qué pasó? ¿Dónde… dónde estamos? ¿Y qué… qué te pasó a ti?" La última parte salió más como un suspiro, mis ojos fijos en su vientre, luego subiendo inevitablemente a… hacia ellos.
Una pequeña sonrisa triste cruzó su rostro. Como si se sintiera triste de algo que estaba a punto de hacer. Se inclinó un poco, sus ojos verdes clavados en los míos, llenos de esa mezcla de alivio y dolor que me partía el alma. Estiró una mano, con cuidado, como si yo fuera de cristal, para acariciar suavemente mi frente. Su piel… era tibia. Reconfortante. Real.
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Editado: 18.05.2025