Z: Un Amor En El Apocalipsis.

CAPITULO FINAL

1095 DÍAS DESPUÉS…

El tiempo no cura nada; solo lo transforma. Eso es lo que he aprendido en estos tres años. Tres años desde que el mundo se derrumbó de verdad, desde que Evelyn se fue y desde que Emily, mi pequeña chispa de vida en este infierno, llegó. Tres años desde que el Dr. Salazar, el tío de Alma, se convirtió en nuestra única esperanza. Tres años de reconstruir, de luchar, de respirar con la certeza de que el fin, o al menos el infierno, siempre estaba a la vuelta de la esquina.

Hoy, el aire era fresco, no frío. Un soplo suave de primavera se colaba por entre los pinos, trayendo consigo el aroma limpio de la resina y el dulzor tenue de las flores silvestres que se aferraban a la tierra, testarudas, en cada grieta de esta nueva normalidad. El sol, tibio y perezoso, se filtraba entre las copas de los árboles, dibujando patrones de luz y sombra sobre el sendero de tierra. Podía escuchar el canto distante de algunos pájaros, un sonido casi olvidado que, ahora, se sentía como un lujo inmerecido. Este rincón del mundo, este nuevo asentamiento al que llamamos hogar, era un milagro. Una burbuja de paz frágil, construida sobre las cenizas de un apocalipsis que aún respiraba, latente, bajo la superficie.

Pero la paz, como todo lo que valía la pena en este mundo, era relativa. A veces, con el viento en calma, todavía llegaba el tufo. Un rastro metálico de putrefacción, el dulzor nauseabundo que conocía tan bien. Un recordatorio persistente de que, aunque los bombardeos habían diezmado las hordas, y las vacunas del Dr. Salazar estaban dando resultados milagrosos, los muertos vivientes no habían desaparecido del todo. Eran menos, sí. Mucho menos. Pero seguían ahí, espectros silenciosos, acechando en las zonas más alejadas, esperando su momento. Y junto a ellos, la otra plaga: los que no querían que esto terminara. Los hombres como Sergio, como los que se deleitaban en el caos, los que se alimentaban del miedo ajeno. Sabía que seguían ahí fuera, grupos dispersos, sombras de la depravación humana, esperando la oportunidad de volver a sembrar el terror. Era una batalla constante, no solo contra los muertos, sino contra la peor parte de lo que solíamos ser.

Con Emily en una mano y Alma en la otra, caminamos por el sendero conocido. El lugar donde Evelyn descansaba era hermoso. No un simple montículo de tierra, sino un claro rodeado de abedules de corteza blanca, cuyas hojas tiernas bailaban con cada brisa, liberando un susurro melancólico. En el centro, se alzaba un gran árbol, un roble centenario que parecía haberlo visto todo. Sus ramas nudosa se extendían como brazos protectores, ofreciendo sombra y un aire de eternidad. Y debajo, entre las raíces fuertes que anclaban el árbol a la tierra, estaba ella.

Una estatua de Evelyn. No de mármol frío, sino de un material más humilde, pulido por las manos de quienes la recordaban. Tenía su figura, estilizada y fuerte, su cabello rojizo fluyendo en ondas esculpidas, y sus ojos… … sus ojos verdes, aunque inmóviles, parecían observarnos con una picardía y una fuerza familiar. Una parte de mí siempre esperaba que de un momento a otro se moviera, que me lanzara una de sus bromas mordaces o una mirada de desprecio por mi sentimentalismo. Pero el silencio era profundo, roto solo por el suave murmullo del viento que se colaba entre las ramas

A su alrededor, un lecho de rosas rojas, vibrantes, desafiando el desorden del mundo con su belleza. Las cultivaba yo, cada semana, como un juramento silencioso. Sus pétalos, suaves y aterciopelados, contrastaban con la dureza de la piedra, un reflejo de Evelyn misma: fuerte, sí, pero también con una ternura escondida.

Nos detuvimos frente a la estatua. Emily, con sus tres años recién cumplidos, soltó mi mano y corrió hacia las rosas, sus pequeños dedos gorditos tocando los pétalos con la curiosidad inocente de una niña que solo conocía este mundo, que no recordaba los días oscuros. Su cabello, del mismo rojo brillante que el de Evelyn, era como una llamarada viva bajo el sol. Sus ojos, los mismos ojos verdes esmeralda, destellaban con una picardía que me recordaba a su madre de formas que, a veces, me partían el alma.

Me arrodillé, ignorando el leve crujido de mis rodillas, y le hablé. Mi voz, aunque baja, se sentía gruesa por la emoción contenida, un nudo en la garganta que apenas me permitía respirar.

―Hola, amor. —Las palabras salieron como un suspiro, cargadas de tres años de ausencias y recuerdos—. ¿Cómo te va allá en el cielo? Sabes… todos aquí te extrañamos mucho. Yo… yo principalmente. Es difícil olvidarte, Evelyn. Es difícil a veces vivir sin ti. Cada amanecer es un recordatorio de lo que perdimos, de lo que fuiste. Y cada noche… cada noche te busco en la oscuridad, en el vacío del otro lado de la cama.

Mi mirada se desvió hacia Emily, que ahora reía, ajena a mi tristeza, intentando atrapar una abeja que zumbaba sobre una de las rosas.

―Emily… se parece tanto a ti, Evelyn. Tiene hasta tu mismo carácter. Joder, se pone celosa y me grita cuando ve que Alma y yo nos besamos. Es tan… es tan tierna, tan llena de vida. Y eso… eso es lo que nos mantiene aquí, ¿sabes? Su sonrisa, su risa, su forma de ver el mundo con esos ojos tuyos, tan curiosos, tan llenos de luz.

―¿mi mami, era tu tan bonita como yo?” preguntó Emily, mirándome con sus ojos curiosos, y Alma, de pie a mi lado, sonrió con ternura. “Claro que sí, mi amor,” respondió Alma, con su voz suave como el murmullo del riachuelo. “Tu mami era la mujer más bonita que jamás haya visto. Tenía un fuego en sus ojos que nadie más tenía. Y era fuerte, muy fuerte. ¿Verdad, Ricardo?”




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