Zacarías

I: Pérdida irreversible

Pérdida irreversible

No le podía pedir más a la vida.

Tenía todo lo que quería al alcance de mi mano, o como decía mi abuela, a pedir de boca.

Tuve el privilegio de nacer en una buena familia, establecida en el ámbito empresarial como una de las más poderosas del mundo, por lo que desde mi nacimiento, simplemente me dieron todo lo que quise.

Claro que, a causa de tenerlo todo, fui una niña caprichosa, aunque también, gracias a la educación que me impusieron desde los cinco años, tanto para relaciones públicas como mi temprana formación profesional, sabía cuándo abstenerme en pro de mantener un comportamiento adecuado.

La educación que recibí a esa edad era avanzada y me permitió conocer aspectos de la economía que una niña no debía entender. Por ende, dominar los cursos básicos de la escuela primaria y secundaria fue pan comido.

Debido a ello, no hizo falta que fuese a ningún instituto, pues con mi educación privada fue más que suficiente.

De hecho, cuando cumplí los nueve años, mis conocimientos eran tales que podía iniciar mi formación profesional en la universidad, aunque estaba muy pequeña para eso.

Pero, gracias a mi esfuerzo y dedicación, además del hecho de ser una niña con un alto cociente intelectual, mis padres me compensaron a los diez años dejándome vivir en un penthouse, en el edificio más lujoso de la ciudad, que fue construido por Industrias Posada, cuyo fundador era mi difunto abuelo.

Industrias Posada, que surgió como un socio comercial de Inmobiliaria Rotterdam, se había apoderado de las acciones de muchas compañías en el país, esto gracias a las habilidades sociales y comerciales de mi abuelo Juan Carlos.

Veinte años le tomó a mi abuelo apoderarse del ámbito comercial y empresarial del país, por lo que, al considerarse establecido como magnate, optó por jubilarse y dejar las riendas de Industrias Posada a mi padre.

Adolfo Posada y Lucía Estévez, mis padres, estuvieron conmigo hasta que cumplí ocho años de edad, año en el que mi abuelo se jubiló como presidente de la empresa.

Ambos fueron los responsables de mi estricta educación y mi buena crianza.

De hecho, la última imposición que hicieron antes de dedicarse de lleno a la empresa, fue que priorizase el aprendizaje de idiomas como el inglés, alemán y japonés, los cuales dominé con el paso del tiempo.

En pocas palabras, mis padres me preparaban para dirigir un puesto dentro de Industrias Posada cuando fuese una adulta.

Gracias a mi dedicación y capacidad de aprendizaje, a mis trece años dominé los idiomas que me enseñaron.

Además, al empezar a asistir a las primeras fiestas de la alta sociedad, era capaz de mantener conversaciones relacionadas con el ámbito comercial cuando papá me presentaba a sus socios en los eventos de la empresa.

También mantenía conversaciones con los socios comerciales de mamá, que era tan habilidosa como papá al momento de destacar dentro de su sector, que estaba relacionado con la importación y venta de vehículos lujosos en el país.

Lo malo de todo eso es que solo en tales eventos era que podía compartir con mis padres, pues desde que papá tomó la presidencia de Industrias Posada y mamá la vicepresidencia, se la pasaban viajando por el mundo en busca de socios comerciales que permitiesen lograr un mayor crecimiento para la empresa.

Ambos formaron un dúo dinámico en el mundo empresarial, ya que, siendo más osados y ambiciosos que mi abuelo, al año de tomar las riendas de Industrias Posada, lograron apoderarse del sector inmobiliario e industrial en toda Sudamérica, comprando incluso las acciones de Inmobiliaria Rotterdam, que pasaba por una crisis económica.

Es por eso que, en solo un año, la familia Posada pasó a ser una de las familias más poderosas del continente, aunque siempre nos caracterizamos por mantener un bajo perfil y un selectivo círculo social.

En cuanto a mí, que era hija única y consentida, no era gran cosa lo que tenía que hacer. Mis padres solo me pedían que me siguiese preparando y que disfrutase mi juventud mientras pudiese, pues a partir de mi mayoría de edad, tomaría la dirección del sector tecnológico de Industrias Posada.

Por ende, pensé en todas las cosas que me gustaría hacer antes de cumplir dieciocho años.

Esto, al principio me costó un poco, ya que teniéndolo todo desde que era una niña y habiendo conocido muchos lugares del mundo en viajes que realicé con mis padres, no tenía mucho que hacer.

Así que me encontré en un pequeño laberinto del que salí cuando recordé uno de mis sueños infantiles.

Entonces, con el sueño de formar parte de una orquesta sinfónica, tomé clases privadas de violín durante dos años.

Esto permitió que me convirtiese en una excelente violinista que no dudó al momento de adicionar, tomando el segundo apellido de mamá, con el nombre de Melanie Ortega; no quería tomar ventaja de la influencia de mis padres.

Gracias a esa decisión, cuando cumplí quince años e hice mi primera audición, me enfrenté a algo que nunca había experimentado; al rechazo.

No solo fui rechazada por mis rivales, sino que además por aquellos músicos profesionales que me catalogaron de descoordinada y levemente desafinada.

De hecho, no superé esa audición, por lo que por primera vez en mi vida no obtuve lo que quería.

Esto, irónicamente fue motivador, por lo que me preparé mejor para corregir mis fallas y presentarme, al cabo de cuatro meses, en una segunda audición en la que superé las expectativas de los jueces que me habían criticado.

La sensación de logro, tras haber superado un pequeño obstáculo por cuenta propia, fue una de las mejores cosas que experimenté, por lo que me propuse hablar con mis padres para rechazar el puesto en Industrias Posada y tratar de vivir una vida en la que pudiese ponerme a prueba.

Sin embargo, para eso tenía que esperar a que regresasen de su viaje, por lo que el tiempo que pasó lo dediqué a los ensayos junto a la orquesta sinfónica de la ciudad.




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