Zignum Meiga Entre las dos caras de la luna Parte 2

Capítulo 11 La Casa de los horrores

Un año había pasado desde que Aquileo se fue, un año desde que rompí aquellos lazos de amistad que tanto temí perder. Aunque Helena no entendía por qué le había dejado de hablar. Sin embargo, había entendido que ya no quería ser su amigo, y fue distanciándose de mí poco a poco. Había decidido sobrevivir sin amor, pasar desapercibido en una especie de letargo de emociones bajo las aguas congeladas de la vida de un huérfano que esperaba crecer hasta llegar el momento propicio de romper el hielo y por fin dar batalla.
Un día un niño de catorce años, de rasgos afro-europeos, comenzó a molestar a Helena. Le había arrebatado su muñeca. Aquel niño, al que le llamaban Heraldo, tenía el hábito de molestar a los más pequeños e indefensos. Había visto la escena desde lejos, pero decidí apartar la mirada y fingir como siempre que no había visto nada y alejarme de ahí. 
-¡Hey Eliseo! ¿Acaso no vendrás a salvar a tu novia? ¡No te importará si la elijo como mi nuevo saco de boxeo! ¿verdad?-. Exclamó Heraldo al percatarse de mi presencia. Intentaba provocarme.
-Haz lo que quieras Heraldo, pero no se detendrán los golpes, los castigos, ni las visitas nocturnas si crees que Helena o yo tenemos la culpa. Te he escuchado llorar por las noches. Sé que sólo molestas a los demás porque quieres desquitarte con alguien por lo que te han hecho. Desquítate si es lo que quieres, vuélvete uno más de ellos, vuélvete un cobarde que al cabo que de los golpes estamos ya muy acostumbrados, aprovecha que en cualquier momento te llevarán a Miraculous. Pero sólo hay un destino para un cobarde, y ese es ser esclavo de su propio miedo toda su vida-. Le dije al darme la vuelta y verlo a los ojos cristalinos llenos de odio intentando retener lágrimas de rabia y frustración.
-¡No hables de cobardes cuando has abandonado a tus propios amigos, ven y pelea conmigo Eliseo, si es que no eres un cobarde!-. Me amenazó mientras agitaba exacerbante la muñeca de Helena en sus manos.
-Yo no he abandonado a nadie. Aunque quisiera, no podría. Sigo estando en el mismo lugar de siempre desde hace años al igual que tú.
-¡Te crees tan listo! ¡Cállate y ven! ¿qué esperas?. 
-¿Qué ocurre aquí? Saben que no están permitido las peleas. Tendré que confiscar esto-. Increpó la madre superiora Minerva con voz áspera mientras le arrebataba la muñeca a Heraldo. 
-Eliseo, acompáñeme a la dirección en este instante, necesito hablar con usted-.
Heraldo se fue asustado y Helena se quedó con la mirada baja, abrazándose a sí misma, con un gesto que indicaba lo mucho que extrañaba a su muñeca. 
Seguí a la madre Minerva hasta su celda en la cual entró sólo por un momento para guardar la muñeca. Al salir cerró bajo llave y nos dirigimos enseguida a la dirección que se encontraba a unos pasos. Temía que sería castigado por culpa de Heraldo. Quería alegar a mi favor explicándole cómo sucedieron las cosas, pero sabía que mi voz no existía, y cualquier objeción venida de un expósito, no sería tomado en cuenta. Me resigné al entrar a la dirección y guardar silencio esperando mi sentencia sin el amparo de un juicio justo. La jueza se sentó en la silla detrás de un gran escritorio, abrió un cajón y guardó las llaves de su celda en su interior. Me miró inquisitivamente y enseguida habló.
-Iba a solicitar que te llamasen, sin embargo fue una suerte poder encontrarte antes. Bueno, no sé cómo ha sucedido esto, ciertamente creí que no sucedería pero... En fin. Sólo quería informarte que tengas listas tus cosas, ya que mañana a primera hora del día vendrán unas personas por ti. Acabas de ser adoptado. Ah, y una cosa más...-.
El grito desgarrador de un bebé, proveniente del cunero B, interrumpió las palabras de la religiosa, quien enseguida, ordenó que me quedase en la dirección mientras ella acudía rápidamente a revisar lo que sucedía. "Adoptado" aquella palabra hacía eco en mi mente, no sabía cómo tomarlo, aún no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Se suponía que debía saltar de felicidad, pero mi corazón no latía de alegría. Tenía un mal presentimiento. O tal vez no estaba acostumbrado a recibir buenas noticias, y menos una noticia de tal magnitud que era motivo de derramar lágrimas de felicidad las cuales creía ya no tener. Mi mente sólo podía pensar en alguien en ese momento. Helena, ¿Qué sería de Helena?. Yo me iría y ella se quedaba. Se quedaría sola, sin su muñeca. Debía al menos devolverle eso. Debía al menos decirle que lo sentía y que me perdonara por abandonarla, porque la abandoné desde antes de irme. Heraldo tenía razón. Yo era un cobarde. Me armé de valor y me dirigí al escritorio y comencé a revisar rápidamente los cajones uno por uno hasta encontrar la llave. Enseguida salí de la dirección rumbo a su celda, que por suerte no se encontraba muy lejos. Metí una de las llaves con la que me pareció haber visto cerrar la puerta. Mi corazón latía muy rápido, no podía dar marcha atrás, debía hacerlo por Helena. Logré abrir la puerta inmediatamente y entré sigilosamente. Era una habitación oscura, muy pequeña, con escaso mobiliario, un pequeño foco iluminaba sutilmente el lugar donde sólo había una pequeña mesa con una biblia, bolígrafos y una regla colocados ordenadamente junto a una lámpara de aceite, y una cama pequeña con sábanas grises. Pese a ser el lugar de oración de una religiosa donde debía emanar paz y quietud como de quien viene de una persona cercana a Dios, este parecía destilar más bien un aire gélido y pesado con un olor fétido. Un escalofrío golpeó todo mi ser al dar mi primer paso al interior de esa terrible cueva, tenía que encontrar la muñeca antes de que la bestia regresara. Desafortunadamente, la muñeca no se hallaba por ninguna parte. Estaba seguro que la religiosa la había guardado ahí mismo. Me acuclillé y me metí debajo de la cama, algo sumamente extraño logré hallar debajo. Aquello era un muñeco de aspecto abominable, humanoide. Era como una mezcla estrafalaria y grotesca entre un simio y un anciano de grandes orejas, con el tamaño de un pequeño niño de tres años, hecho como con pedazos de cuero o piel verdosa y un poco negrecida, cabello humano y cuernos de algún animal, y estaba posado sobre una especie de tabla ancha y circular con símbolos rojos grabados en la superficie de madera, rodeado de velas negras a mitad de consumir, era eso lo que mi olfato había captado como un olor desagradable, como a carne podrida, y aquel muñeco yacía sentado junto a la muñeca de Helena. Alargué mi mano con la intención de agarrar la muñeca, no obstante, algo me detuvo. Mi dedo comenzó a sangrar. Algo me había mordido. Por un segundo noté que la deforme figura se había movido sutilmente. Me quedé inmóvil por un momento mientras la sangre de mi dedo escurría. "Un muñeco no puede moverse, esto es un sueño, una pesadilla" pensaba. Pero el dolor de la mordida en la piel de mi pulgar me decía todo lo contrario. De repente y sin previo aviso, el muñeco se abalanzó abruptamente hacia el frente, abandonando su pequeño altar, y comenzó a gatear cual bebé demoniaco hacia mí. Instintivamente retrocedí y salí apresuradamente de abajo de la cama, pero aquel siniestro ser logró sujetarme de un pie. Sin embargo, logré zafarme del zapato del que me tenía agarrado. Y corrí descalzo del pie izquierdo hacia la puerta, no obstante, aquella criatura, venida del infierno, se atravesó bloqueando la puerta y evitando que escapara. Se había movido tan velozmente como el aire. De pronto, soltó un silbido tan estridente que comenzó a dolerme los oídos hasta el punto de hacerlos sangrar. Caí de rodillas por el dolor. Me cubría las orejas con las manos, pero aún así el maquiavélico silbido penetraba sin piedad. Aquella criatura con enormes manos y ojos tan negros como un abismo insondable, comenzó a caminar hacia mí con pasos anormales. Su manera de andar se asemejaba al del actor Charles Chaplin. Me percaté que el zapato que me había quitado yacía cerca de mí, enseguida lo agarré y lo arrojé por debajo de la cama. Escuché que le había alcanzado dar a algo, y a consecuencia, una de las velas negras salió rodando. Aquél pequeño monstruo se había desvanecido. Salí de inmediato de aquel sitio y regresé a la dirección lo más pronto posible. Unos minutos después, la religiosa entró y me halló sentado en la silla frente al escritorio. 
Más tarde, descubrí que algo terrible había ocurrido. Un bebé del cunero B había muerto. Según los clérigos y monjas, la culpable había sido una pequeña niña que había entrado sin permiso a la sala y, en un acto homicida, le había atravesado la mollera de un bebé con una aguja de coser. La aguja traspasó el cerebro apenas formado del niño matándolo de inmediato. Decían que probablemente ella era la culpable de otras muertes inexplicables de bebés en el orfanato.
La ambulancia y unas personas vinieron por aquella niña que lloraba, alegando que no había sido ella. Logró verme desde la ventana y me gritaba desconsolada y llena de pánico una y otra vez "Yo no fui, el monstruo lo hizo" mientras la forzaban a subir al coche que la llevaría al hospital psiquiátrico. No pude hacer nada por ella, estaba muy asustado. Esa fue la última vez que vi a Helena.
Esa misma noche, mientras los niños dormían, caminé por los pasillos del orfanato a hurtadillas hacia la cocina. Robé un trozo de carne y el mantel de hule de una pequeña mesa de estantería. Regresé por los pasillos hacia la salida.
Caminé a través de ese pasillo oscuro. El sonido de miles de voces tan atemorizantes invadieron de una espeluznante manera mi cabeza.
Junto a esas voces, pude oír el ruido producido por insectos, muy a lo lejos, al caminar uno arriba del otro, el ruido de sus articulaciones, el ruido de sus diminutos cuerpos retorciéndose en un baile que parecía no tener principio ni fin.
Sentía la mirada de cientos de presencias sobre mi espalda como si estuviesen esperando el momento justo para matarme y comerme hasta dejarme en los huesos.
No aguantaba las ganas de estrellar mi cabeza contra la pared para así poder sacar esas voces y sonidos de ahí.
Desde las ventanas podía ver el viento azotar con violencia las ramas de los árboles. No había parado de llover desde la puesta del sol. De repente, la luz fugaz de un rayo iluminó por un segundo los cadáveres de niños que estaban esparcidos por todo el lugar, no habían sido desmembrados pero parecía que les habían roto cada hueso del cuerpo. Brazos y piernas magulladas por una fuerza descomunal que también les había torcido el cuello girándoles el rostro hacía la espalda donde habían también golpes, como si los hubieran lanzado contra las paredes. 
Sus ojos habían quedado abiertos y aun se podía vislumbrar en ellos el horror que habían sufrido previo a su muerte. Y sus partes... Todos habían perecido, todos de la misma forma, con la misma brutalidad.
Estaba tan centrado en el tan atroz, repugnante, y grotesco espectáculo que escapaba de los límites de la comprensión humana, que se celebraba delante de mí, que no me percaté de un escalofriante y asqueroso hecho; las puertas, las ventanas, las paredes, así como el orfanato entero estaba compuesto por innumerables insectos, mantis hoja muerta, termitas, larvas de termitas, cucarachas y demás alimañas, cada uno retorciéndose y superponiéndose uno arriba del otro, el terror que sentí era indescriptible.
Corrí asustado hasta alejarme de ahí.
De alguna forma fue sencillo salir del orfanato a través de una ventana abierta. 
Caminé hasta pasar la vegetación que separaba los dos edificios. Mi instinto de supervivencia hizo que mi corazón latiera más rápido, me sentía observado por cientos de ojos.
Sentía la presencia de algo extraño. Mi reacción no fue otra que esconderme entre unos árboles ante el miedo de que alguien me persiguiera. De pronto, escuché unas voces susurrando como si estuvieran rezando. Salí de mi escondite con mucha cautela y me dirigí al lugar de donde provenían los sonidos. Y encontré un pequeño claro situado detrás del edificio Miraculous rodeado de pinos muertos.
Fue entonces que escuché aquellas suplicas que dieron inició con un llanto desesperado, seguido de un grito que fue acallado abruptamente por un golpe seco. Aquellos sonidos me helaron la piel y los huesos. El terror se apoderaba de mi cuerpo, devoraba mi estómago y mi cordura a grandes mordidas. Miré hacia el punto desde donde provenían los murmullos que se mezclaban con el murmullo amortiguado de la lluvia, y entonces pude verlos.
Era un grupo de hombres vestidos de negro con grandes capuchas. Las siluetas en la oscuridad y las sombras de la noche se combinan con su ropa.
Susurraban un tipo de cántico que nunca había escuchado. En ese momento me escondí entre los arbustos. No creí que realmente estuviera sucediendo. Y entre rezos y movimientos de algún extraño ritual,
vi lo que parecía estar envuelto en una manta roja en los brazos de uno de ellos, quien lo colocó en el suelo, y enseguida le quitó la manta. Fue entonces cuando pude ver de dónde provenían dichos gritos. Era... ¡un bebé!. Otro hombre levantó las manos al cielo, y mientras miraba la tormenta en la oscuridad de la noche,
decía algunas palabras en un idioma que no conocía. Poco a poco sentí que me orinaba en los pantalones. Entonces, un tercer hombre que llevaba una hoz, la levantó y la dejó caer sin piedad ni contemplaciones sobre el cuerpo del bebé, cesando al instante su agudo llanto. Mientras seguían con el ritual, los hombres se abalanzaron sobre el cadáver del niño, todo mi cuerpo temblaba fuera de control, y estaba a punto de vomitar cuando el olor de la sangre penetró por mis fosas nasales. 
Unos cinco minutos después de lo que pareció una eternidad, los encapuchados se marcharon, dejando apenas un charco carmesí donde momentos antes yacía aquel bebé, y nada más. Cuando mis piernas lograron moverse, me eché a correr, mi corazón tan agitado que parecía salirse de mi pecho, no era capaz de contener tanto miedo.
Corrí hacia la valla, en ese instante escuché unos ladridos a lo lejos. Aquel par de perros San Bernardo venían corriendo detrás de mí. Metí mi mano en el bolsillo de mi suéter y les arrojé el trozo de carne que había hurtado de la cocina. Los perros se retrasaron peleándose por el trozo de carne que había lanzado y corrí lo más rápido posible a través de la lluvia decidido con atravesar la valla. Había escuchado que esa noche la desactivarían, ya que había problemas en el sistema eléctrico, los aisladores estaban resecos y agrietados y alojaban el agua de la lluvia. En la mañana vendría alguien a repararlo. Esa noche era mi oportunidad de atravesarla, así que esperé hasta el momento oportuno para escapar del orfanato. Al llegar a la valla, me cubrí con el mantel de hule como precaución para repeler la electricidad como según había aprendido en un libro de la biblioteca, y me agazapé para luego arrastrarme por debajo de ella. Pero al traspasarla, alguien me esperaba del otro lado. Era la madre superiora Minerva. Con una fuerza bruta que es difícil creer que pueda provenir de una religiosa, me arrastró del brazo de regreso al orfanato, hasta llevarme detrás del edificio Miraculous, ahí donde vi a aquellas personas recién matar al bebé. Me amarraron a uno de los pinos, y cerca de mí, amarrados a otros tres pinos habían otras tres personas más, una era una mujer desnuda y los otros dos parecían tratarse de sólo niños, y los tres tenían el rostro oculto bajo una máscara de cuero negro. La religiosa dio una orden con la mano y las personas vestidas de negro que ahora sabía que eran los clérigos, apartaron las máscaras de los rostros desvelando sus identidades. La mujer desnuda se trataba de la hermana Evangeline y los otros dos niños eran Aquileo y Helena. No sabía lo que estaba ocurriendo hasta que escuché las palabras de la madre Minerva al decir que había encontrado uno de mis zapatos dentro de su celda y que sabía que esa noche intentaría escapar, que alguien se lo había dicho. Y que el castigo que merecía por aquella grave falta, sería ver morir a un ser querido. Después de eso todo se borró de mi mente. Desperté al día siguiente como si todo hubiera sido tan sólo una horrible pesadilla. Durante todo ese tiempo estuve sumido en un shock causado por lo que creí haber visto aquella noche. Lo último que recuerdo fue el dolor de unas grandes y feroces mandíbulas clavándose en mi espalda y el rostro de Miklós quien me llevaba entre sus brazos, salvándome de aquel espantoso lugar.
Los habitantes en las cercanías del orfanato Hamelín eran personas en extremo conservadoras y supersticiosas. Pensaban que los niños del orfanato eran engendros del demonio y escribieron varias cartas pidiéndole al arzobispo que los trasladaran a otro sitio lejos de ellos.
El gobierno envío a la mayoría de los huérfanos a otras partes del mundo. Canadá, Irlanda, Estados Unidos y Guatemala, fueron elegidos como países de destino preparados para darles a los niños una vida mejor.
La posterior oleada de denuncias que se registró sobre abusos en aquel orfanato dirigido por monjas católicas, sacerdotes y miembros de la comunidad eclesiástica de Vaghis Moldavia llevaron a las primeras audiencias públicas para una investigación en la que se analizaron los hechos para revelar toda la verdad.
Decidí denunciar todo lo que había vivido en ese lugar. Acepté ser uno de los testigos que presentarían pruebas en la investigación.
Declaré que nos habían enviado a un lugar que era un infierno. "Asesinaban a menores a su cuidado empujándolos por las ventanas o dejándolos ahogarse".
Mi historia desencadenó la investigación que finalmente condujo a los procesos penales correspondientes de abuso infantil en el orfanato de Hamelín.
El gobierno de Moldavia estableció un comité especial para fijar indemnizaciones para las víctimas de abuso, con la condición de que no hablaran públicamente de lo ocurrido.
Tras la publicación de las denuncias en algunos medios comunitarios, el caso salió a la luz.
Los representados recibieron amenazas para no hablar de los abusos con la prensa.
Nunca se llegó a saber la identidad del propietario del orfanato y desapareció sin dejar rastro al igual que las monjas y clérigos a cargo de los niños así como la madre Minerva. Los abogados de la defensa intentaron desacreditar los testimonios de los sobrevivientes. Un juez federal dio un gran golpe a los demandantes cuando dictaminó que los sobrevivientes no podían unirse en un juicio consolidado, y que la Iglesia no estaba obligada a entregar cartas que supuestamente describían el abuso infantil. El caso continuó hasta que finalmente se logró una orden para examinar el orfanato.
Los religiosos fueron acusados de secuestro, maltrato infantil y abusos sexuales, en lo que algunos veían en el caso el fin de una larga cadena de maltrato a niños vulnerables y que para otros era un exceso de las autoridades que afectaba una vida dedicada al altruismo. Fuentes cercanas a la investigación aseguraron que se revelarían "nuevas e impactantes" pruebas sobre el alcance de los abusos y sobre cómo las instituciones gubernamentales intentaron ocultarlo todo.
Las acusaciones nunca fueron reconocidas a nivel nacional de aquel lugar donde fueron sometidos niños a escalofriantes abusos.
Pero un año después, tras excavaciones, se encontró restos de niños. Los cuerpos estaban en un área cerca del instituto. Era una fosa común con casi 100 cuerpos de bebés y niños. Las autoridades no supieron qué responder. 
Se encontraron decenas de cadáveres de bebés y niños en una fosa común cerca de las instalaciones de Hamelín. El espeluznante hallazgo eventualmente revelaría al fin los abusos que tuvimos que soportar.
Después de que el caso salió a la luz, la sociedad moldava condenó el entierro masivo de niños, pues ello representaría que los menores fueron víctimas de abusos, enfermedades, desnutrición o miseria, y que los encargados de administrar este orfanato ocultaron la mortalidad infantil de la cual eran testigos. Fue desgarrador descubrir que tantos niños fueron enterrados en estas tumbas sin nombre. Después de tantos años de silencio, la verdad sobre lo sucedido ahí tenía que ser revelada. Durante todos aquellos años vivimos una auténtica pesadilla. Sufrimos abusos y fuimos esclavizados en Hamelín dirigido por aquella organización religiosa.
El gobierno de Moldavia entregó sus disculpas. Pero, eso no era suficiente. Nada sería capaz de cerrar esas heridas.
Lo último que supieron los investigadores fue que bajo las tablas del suelo del edificio Miraculous se encontraba una especie de sótano. Cuando ingresaron, un olor penetrante y nauseabundo los envolvió de inmediato. La humedad de aquel sitio era terrible, y presenciaron un horroroso espectáculo.
En este sótano del orfanato de Moldavia encontraron los restos de todos los clérigos y monjas que habían sido masacrados, era una especie de mausoleo del infierno, como una sátira, una espantosa burla de terror, estos verdugos... ahí, eternos, sombríos, en silencio, habían continuado su ritual. Nunca se halló el cuerpo de la hermana Evangeline ni tampoco el de la madre superiora Minerva.
El orfanato Hamelín así como el edificio Miraculous nunca fueron derribados sino que permanecieron en algún lugar perdido entre las colinas de Moldavia. Nadie se atrevió a buscarlo, Nadie quiso recordarlo. "La antigua casa de la misericordia", aquel lugar maldito fue recordado por siempre como "La casa de los horrores".




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