Zireh - Los Diez Sellos

PARTE I - LA ERA OSCURA

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Capítulo 1 - Limpieza

100 años después

Caminando por los balcones de la casona real, con un andar pesado y pausado, la joven de veinte años, con el rostro pálido y demacrado, se apoyó en el barandal frente a su habitación. Miró hacia la silueta de la Montaña Zireh, que se alcanzaba a vislumbrar a lo lejos, perdiéndose entre las nubes y debajo de un cielo amarillo.

Resopló y, sosteniendo su vientre de unos ocho meses, con sus brazos ya cansados, se encaminó hasta el escritorio que tenía al lado del tocador. Contra la pared, su enorme cama real decorada con finos doseles de tonalidades verde olivo y encajes con rebordes de oro. Miró los pergaminos sobre la rústica madera y se dejó caer en la silla. Mojó su pluma en el tintero y por un instante, releyó lo que había escrito la noche anterior.

«…no sé si el heredero que llevo en mi vientre sea hombre o mujer. Con su llegada, quizás seré juzgada por todo el reino, o no. Lo que es seguro, los Hugar me odiarán por haberme atrevido a traicionar su incansable espera e incondicional confianza… pase lo que pase, quiero creer que mi esposo me apoyará hasta el final».

Suspiró, una lágrima resbaló por su mejilla, al tiempo que un incisivo dolor en el pecho se intensificaba cada vez más, desde su vientre, quemando su esófago, hasta la garganta. Después, se deslizaba hasta sus brazos, entorpeciendo el movimiento de sus dedos. Tomó aire y con su caligrafía temblorosa, escribió:

«Querido Delan. Cómo quisiera que estuvieras aquí».

La punzante quemazón aumentó. Esta vez, ya no parecía una simple emoción guardada de ansiedad, sino algo físico, abrasador, incontrolable. Inspiró aire con más fuerza de la necesaria, mientras su pecho subía y bajaba cada vez más rápido.

—Enzo… —llamó por el nombre de la única persona en la que confiaba. Se llevó una mano al vientre y al pecho, perdió el aire, el sufrimiento aumentaba—. ¡Enzo!

Una luz se encendió en su pecho, blancuzca y tan brillante, que le lastimaba los ojos. Las palmas de sus manos se calentaron y sus ojos verdes se tornaron de una antinatural tonalidad fosforescente. Trató de ponerse de pie, pero trastabilló en el acto y cayó al suelo, por puro instinto, interpuso su hombro y su codo derecho, para proteger su vientre. Bufó adolorida, retorciéndose mientras sus piernas se flexionaban, haciéndose un ovillo.

—¡Enzo!

Desesperada, se giró en el suelo para incorporarse una segunda vez, la luz aumentó su esplendor cada vez más. ¿Dónde estaba él? Sus extremidades temblaban. Se llevó las manos justo sobre el corazón. Originada desde lo profundo de su psiquis, le pareció escuchar un bramido grave, desgarrado por una desesperación inexorable. Provenía de las profundidades de la «otra» dimensión; una voz tan familiar, que se cuestionó si sus peores temores se habían hecho realidad.

«¿Delan?»

El resplandor en su pecho explotó de un momento a otro, en un poderoso haz de luz que se extendió por toda su capital y Anya quedó tendida sobre el frío mosaico blanco del suelo. Sumergiéndose en las entretejidas nubes de la oscuridad.

Once meses antes…

Montado sobre su caballo negro, Enzo Hugar se paseaba alrededor de un ejército de al menos, cien leales soldados «jedden» y un puñado de maestros de magia nobles, llamados «Antelyan». El príncipe Enzo Hugar lideraba la llamada «limpieza», en un pueblo que hubiera sido totalmente devastado y asolado por los temibles Kyllacks, criaturas quiméricas provenidas de «la otra dimensión».

El contingente avanzó bajo la luz de la «Estrella Madre», que aún se alzaba alta en el firmamento, iluminándolo todo con su esplendor pálido que, en cualquier momento se apagaría de golpe, dando paso a la noche. En Jawzaisa, la oscuridad caía de golpe; sin embargo, los jefes de familia solían llevar relojes de arena colgados al cinturón que les permitieran anticipar el apagón de luz.

Con la arena a la mitad de su capacidad, cubierta debajo de su túnica negra, Enzo respiró hondo y lideró la marcha para internarse en el bosque que se alzaba frente a ellos. Hacía un par de semanas, habían recibido una paloma de auxilio de un pueblo oculto entre la maleza. Sus peores pesadillas se habían hecho realidad: avistamientos Kyllacks.

Los Kyllacks tenían cabeza de cabra, toro o vaca (dependiendo de la suerte de quien los enfrentara); con el torso peludo, desnudo y rasguñado de hombre. Sus patas ostentaban las deformes garras de algún felino. Miraban a sus presas con sus ojos rojo sangre, con hambrienta necesidad. Necesitaban carne fresca, cualquier cadáver que hubiera pasado los dos días de antigüedad, para ellos, ya era un desecho.

Las pisadas de su caballo pisaban secas ramas por el suelo y a momentos, se hundían en pequeños charcos de barro. Solo se alcanzaba a divisar algunas casas entre el follaje de matices amarillentos y marrón claro, el color que abundaba en su territorio desde que las rasgaduras en su cortina dimensional se hubieran producido hacía ya cien años.

Cuando llegaron al pueblo y cruzaron el arco que rezaba un mal escrito «vienvenidos», un olor nauseabundo llegó a sus fosas nasales y Enzo tuvo que cubrirse la nariz con su antebrazo. Por las calles de tierra mal cuidadas, además de los cadáveres decapitados hacía al menos cinco días; había otros enteros e intactos, de no ser por las costras oscuras y moradas, repartidas de manera aleatoria por sus pieles. Enfermos por la peste que asolaba su continente.




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