Zoe

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«Mi nombre es Zoe, tengo diecisiete años y soy una superviviente del virus Z».

Con estas palabras, Zoe comenzaba el diario donde todos los días escribía un poco sobre la supervivencia en aquellos días y sobre sí misma. Había empezado a escribirlo a modo de cuaderno de bitácora, contando todas las vicisitudes que le ocurrían, pero con el tiempo se convirtió en un libro polémico, al cuestionarse su autenticidad.

El libro había llegado a los medios de forma anónima, pero el Gobierno (como solía hacer con la mayoría de secretos) no tardó en echar tierra sobre el asunto y, en cuestión de meses, un controvertido caso sobre corrupción ocupó su lugar en los tabloides.

Los padres de Zoe, al igual que el resto de la población mundial, fallecieron y volvieron de entre los muertos con un hambre voraz e insaciable por la carne humana.

Aún a riesgo de que la conciencia de la joven terminara torturándola de por vida, tomó una de las katanas, que su padre guardaba con su apreciada colección, y terminó con la agonía de él y la suya propia.

Todavía recordaba los gruñidos que brotaban de su garganta como lamentos ante esa triste existencia.

Avanzó a paso decidido hacia su padre y se puso frente a él, levantó su katana y cortó el aire un segundo antes de llegar a su cuello, hizo acopio de todo el valor que pudo reunir y cerró los ojos, por un instante, cuando notó cómo chocaba contra él.

Abrió los ojos para encontrarse ante un espectáculo digno de una película de serie B, la sangre se había extendido rápidamente por el suelo, había salpicado paredes y techo e incluso a ella.

Pensó en la cantidad de veces que había jugado con sus primos a matar bichos de esa especie en la videoconsola y rumió si todas aquellas falacias no tendrían algo de verdad. Fijó la punta de la katana en el tálamo y lanzó un golpe seco. Un chorro de sangre salió disparado, esta vez a su rostro, y la boca y ojos de su padre quedaron con un rictus que le heló la sangre.

Decidió mantenerse fría, sin emociones, y avanzó hacia su madre. Aquella mujer que le dio la vida, que la había visto crecer y la había cuidado, mostraba un aspecto desolador.

No halló en ella un ápice de la persona que había sido antes de toda la tragedia. Otro tajo y el silencio reinó en la casa, soltó la katana, salió del salón y se dirigió hacia su habitación.

Cerró la puerta para evitar la visión de las piernas de su madre, tendidas en el suelo y sobresaliendo por el umbral de la habitación; se dejó caer, derrotada, sin fuerzas y casi sin aliento.

Después de aquello, no recordaba mucho de las horas posteriores. Todo había ocurrido como en un sueño, borroso e irreal.

Los gemidos volvieron a alzarse, esta vez sobre la puerta principal de la casa, los mordedores podían notar su presencia al igual que ella sentía la de ellos, casi como si pudieran oler su miedo o… su sangre.

Se dio prisa y metió en una mochila todo lo que encontró a su paso y pensó que podría hacerle falta; las katanas que habían pertenecido a su padre, un par de sais e incluso un arco con flechas.

No era casualidad que fuera tan hábil con aquellas armas. Sus padres disfrutaban practicando deportes competitivos y que requerían de un talento innato. Ellos, que no habían nacido con él, habían trabajado duro hasta ser máximos exponentes del deporte nacional. Tal vez ahora la reconozcáis. Zoe Williams, hija de campeones. Su madre era Johanna Olsen, cuatro veces ganadora de tiro con arco y su padre, Ben Williams, campeón nacional de ninjutsu durante siete años consecutivos.

Desde pequeña aprendió a manejar todo tipo de armas y llegó a ser hábil en otros deportes además del arco y la katana, algo que se daba por sentado al ser hija de atletas de élite.

Al cumplir los quince años, fue cuando alzó la voz, y su decisión de abandonar todo aquel mundo se cumplió definitivamente.

Desde entonces, el único ejercicio que su cuerpo recibía era el de correr todas las mañanas durante dos horas; había sido la única condición de sus padres para llegar a un acuerdo común.

Hoy agradecía sus enseñanzas, pues le habían ayudado a mantenerse con vida hasta ahora.

Llevada por la inercia, metió algo de ropa junto al limitado arsenal que portaba y notó que aún faltaba algo al conjunto, se dirigió hacia el cuarto de estar donde los cadáveres permanecían inmóviles, tal y como los había dejado.

Saltó por encima de sus cuerpos y, sin pararse a apreciar la atrocidad a la que los había sometido minutos antes, tomó uno de los retratos que se encontraban sobre el piano de cola, en él, su padre, su madre y ella disfrutaban de una cálida y veraniega tarde en un parque de atracciones.

En aquel retrato, Zoe contaba con doce años, cinco menos que ahora, pero ya poseía cierto desparpajo, como lo solía llamar su madre, para manejarse con la gente. Ella lo llamaba salir airosa de las situaciones.

Odiaba la sociedad en la que sus padres se movían y, por ende, a sus amistades y los hijos de estas. Se había visto abocada a entablar relación con ellos, pero ninguno era merecedor de sus secretos. Sus opiniones y sentimientos se los guardaba para sí, hasta el punto de que un día cayó enferma, todos en la casa se asustaron creyendo que se trataba de la tan consabida y temible enfermedad.

Para entonces, el pánico había invadido la ciudad y la gente hacía las maletas para dirigirse a páramos más saludables, ni siquiera el médico de confianza de sus padres hizo acto de presencia; la reducción de personal, consecuencia del letal virus, había obligado a su doctor a participar como ayudante del forense en una autopsia, tratando de descubrir el enigma que se ocultaba tras tan macabros seres.

Con lo que ninguno de los dos había contado era con que el paciente se despertara en aquel preciso momento, lograra deshacerse de las correas y clavara sus fauces en ellos.



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En el texto hay: apocalipsis, zombies

Editado: 27.11.2020

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