AARÓN
No sabía qué tenía que hacer.
La había llevado hasta mi cama para acostarla y luego me había quedado observándola durante horas sin tener ni la más pálida idea de cómo despertarla. Ella estaba viva, era obvio, pero su nariz sangraba y eso no significaba nada demasiado bueno. Hasta lo que sabía, me había comido el único remedio que iba a recibir en el día, y eso me aterraba. ¿Y si se moría? ¿Y si no podía curarla?
No le había dicho a nadie que ella estaba conmigo. Sólo me había quedado encerrado en mi habitación sopesando mis pocos movimientos. Comenzaba, de hecho, a perder la paciencia. El tiempo corría, el día avanzaba, y nada sucedía. Ella seguía inconsciente, su nariz seguía sangrando... pero respiraba. Su corazón latía.
No quería que dejase de hacerlo.
Tomé su mano. Estaba fría. Entrelacé nuestros dedos y observé su expresión neutra. Tenía los labios entreabiertos, el cabello castaño despeinado y un hilo de sangre que caía y manchaba un poco la tela blanca de la almohada. Era lo que menos me importaba y, a la vez, lo que más me inquietaba. Quería poder hacer algo, pero ya no tenía a Victoria, ya no podía pedirle ayuda o esperar a que ella encuentre una solución, si Esther moría... sería mi culpa, mi responsabilidad, mi error.
No sé cuándo había comenzado a llorar sin control, terminé soltando su mano y bajando la cabeza. Era tan inútil. Observarla y esperar sentado a que un milagro nos salve era ridículo, era digno de un cobarde. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué más podía intentar?
Alcé un poco la mirada y vi que mi muñeca, el dibujo de la balanza, estaba emitiendo una extraña luz. Algo... tenía que significar. Mis dedos buscaron tocarlo, y se quemaron, pero ya no pudieron separarse. Noté que todo comenzaba a desaparecer al igual que yo, y cuando observé lo que me rodeaba en busca de algún peligro, estaba solo.
Solo en una sala de Instituto.
El calor comenzaba a hacerme sentir perdido, no entendía qué estaba sucediendo hasta que escuché las risas. Volteé un poco la cabeza y vi la puerta cerrada. Cuando me acerqué a ella e intenté abrirla, no cedió. Insistí pero era imposible, estaba trabada. Volvía a desesperarme, me giré y presencié algo que me habría gustado hacer a un lado: era Daniel pero, al mismo tiempo, no. Volvía a traer la capucha que ocultaba un poco su cara y sostenía el cuchillo en alto. Este tenía el líquido azul, el veneno. Lo levantó en mí dirección y, cuando pensé que iba a dañarme, lo lanzó hacia su costado derecho.
Escuché un grito, su grito, y cuando observé a quién había dañado, vi a Esther con el cuchillo clavado en el hombro izquierdo. La sangre no tardó en salir y ella siguió gritando, chillando, pidiendo ayuda. Cayó al suelo, se abrazó a sí misma. Me estaba aturdiendo, todo me estaba jodiendo, pero aun así vi cómo Daniel sacaba otro cuchillo y, esta vez, intentaba herirme a mí.
Lo lanzó. Intenté esquivarlo pero no soy un héroe de las películas y, por ende, no pude hacerlo. El filo penetró justo en mi rodilla derecha, me doblé sobre mí mismo y caí. El dolor se extendió por toda mi pierna y pensé que todo el mundo estaba cayendo conmigo. Las cosas se volvieron borrosas, mi cara se estrelló contra el suelo y aguardé, nada más podía hacer.
Esperaba otro golpe pero nunca llegó.
Sentía que mi cuerpo estaba muerto y pesaba, moverme me mataba cada vez más. No sentía mi rodilla, ni siquiera quería comprobarla, pero aun así tuve que echarle un vistazo rápido. Me estiré, gimiendo del dolor, y me aferré al cuchillo. Dolió como mil infiernos pero pude sacarlo. No alivió el sufrimiento para nada pero tampoco generó más, lo lancé lejos con furia. Sentía que... sentía que estaba muriendo, que ya no quedaba ninguna lucha que intentar ganar, que ya estaba ahogándome y el reloj se quedaba sin cuerda.
Alcé la mirada, pensando en que quizás sería la última vez, y me sorprendí al ver que Daniel ya no estaba ahí pero, en donde él había estado parado, había una caja blanca.
Joder.
No tenía fuerzas ni ganas de seguir intentando, estaba muriendo y mis manos estaban llenas de sangre, mi pierna gritaba con cada movimiento, pero... aun así... me arrastré. Me apoyaba en mis codos para avanzar, veía lucecitas y todo se desvanecía, incluso la caja. Cada vez estaba más lejos y, al mismo tiempo, más cerca. Extendí, a una distancia considerable, mi mano para tomarla. La caja desapareció y vi dos frascos pequeños, ambos con el mismo líquido gris.
Tenían una etiqueta, un pequeño papel que se manchó con mi sangre cuando lo tomé. La tinta negra se plasmó, el mensaje fue visible pero sentí que yo no iba a poder leerlo. Sin embargo, lo hice.
«Uno la mata, el otro la salva. ¿Quién estaba haciendo lo correcto?».
Editado: 07.02.2019