Lunes 05 de septiembre de 2016
Fort Lauderdale, Florida
Jackson
Las hojas de los árboles seguían siendo verdes en aquella época del año en Florida, que estaba por perder el caluroso verano para dar paso a un otoño que esperaba fuera más aliviador que el clima al que había estado expuesto desde mediados de primavera. El árbol en la acera de enfrente paralela a la mía incluso tenía flores azules naciendo de entre el follaje como pequeños pedacitos de cielo que yo observaba medio dormido y medio embelesado también.
Me acomodé las gafas de aviador que protegían mis ojos de la claridad solar de la mañana, y solté un suspiro ofuscado al poner los codos sobre las rodillas, desviando la mirada de las flores para mirar hacia la izquierda. La calle estaba cargada de coches de todos los modelos existentes, pero ningún autobús escolar particularmente azul aparecía por la esquina.
El uniforme de la escuela se me pegaba al cuerpo por culpa del sol que caía encima de la parada marcada para estudiantes del Instituto de Enseñanza Superior Judith Collingwood. Me quité el polo azul con el logo y el nombre de la escuela bordado en hilo plateado, lanzándolo a mi lado sobre el banco y me desabroché los puños de la camisa blanca para enrollar la tela hasta los codos; eso era lo máximo que podía hacer, considerando que ya tenía la corbata azul colgándome del cuello sin ajustar y que no podía quitarme los pantalones de gabardina negros a menos que quisiera iniciar un escándalo.
Y considerando que, la razón por la que estaba esperando el autobús como un estudiante normal, había sido: un escándalo del que la prensa podía enterarse en cualquier segundo; decidí que mejor me quedaba quietecito. Además, hacía demasiado calor, era demasiado temprano y tenía una resaca infernal que obligaba a pasearme por la mañana con lentes de sol al menos hasta que el Ibuprofeno hiciera efecto.
Lo primero fuera de lo normal en aquel paisaje que captaron mis ojos, fue la deleitante curva que se dibujaba debajo de una cortísima falda a cuadros negros y blancos, después, encontré a Megan Spencer acercándose con el gesto más provocativo que hubiera recordado alguna vez, dispuesta a calentar pero no a hablarme. La conocía lo suficiente como para saber que, eso, no se le daba demasiado bien.
Así que decidí no mirarla, porque hacerlo le daba rienda suelta para una conversación que alguien con resaca no quiere tener. Me puse la mano en la mejilla antes de regresar la mirada a la calle con gesto exasperado, ¿cuánto podía demorar un autobús? Un insulto hacia mí mismo brotó de mi boca; si no hubiera olvidado que tenía que empezar un ciclo lectivo de nuevo, no tendría resaca y podría haber tomado el Lambo rojo de Cassidy sin ningún tipo de problema.
Me consolé asegurando que para mañana no volvería a subirme a ningún cacharro compartido con ruedas —Si lo compartía, solo sería con Shane, y porque vivíamos en el mismo lugar—, y que sería divertido ver a mis compañeros —tanto chicas como chicos— peleándose entre sí; las chicas —en su mayoría plásticas y superficiales— protestando por las uñas esculpidas mal hechas o por como el levantarse a las siete de la mañana provocaba un gran daño a la belleza, mientras que gritaban algún que otro insulto hacia los varones, que probablemente empezaban el desperdicio de hojas anual con bolas de papel volando por todas partes.
Y entonces cometí el error —ya fuera porque estaba distraído o porque la resaca no me dejaba conectar por completo mis ideas—, y miré a Megan por debajo de los lentes de aviador. Ella de inmediato lo captó y me miró mientras se enredaba una de sus extensiones platinadas al dedo índice con gesto expectante. El flequillo y el bronceado casi cobrizo resaltaban el color verde de sus lentillas de contacto y el rosa chillón con el que se había pintado la boca sabiendo que con eso captaba mejor la atención de la platea masculina.
Megan Spencer era desde hacía dos años la capitana del equipo de porristas del colegio. Esto la ponía en un lugar bastante alto de la pirámide social institucional, justo por debajo de mí y de mis amigos. Que fuéramos de los más «popus» como ella y las demás porristas solían decir, la hacía bastante más insistente que el resto de las chicas de la escuela.
Toda la institución sabía que yo no me enrollaba de más con ninguna chica, pero eso no significaba que claudicaran de intentarlo. Las mujeres solían ser demasiado insistentes, más cuando yo era el centro de su deseo.
—Hola, Jay—saludó. Se deslizó por el asiento hasta que su costado topó con el mío y su sonrisa blanca como el flash de las cámaras apareció cuando confirmó que estaba mirándola tras los vidrios tintados—. ¿Cómo has pasado tú verano?