La noticia de que los Jinetes ya estaban en Buenos Aires se propagó como una plaga silenciosa entre los
reinos celestiales. Observé durante días, con una angustia creciente, la repercusión de su presencia, las acciones devastadoras que desataban. La creación de Dios, todo lo que conocía y amaba de la humanidad, moría lentamente, consumida por un destino ineludible. Cada rincón del mundo, cada vida que alguna vez floreció, ahora solo duraba días, su existencia, un suspiro efímero antes del abismo.
No había modo de salvar a todos, la verdad era un peso insoportable sobre mis alas. No comprendía lo que se necesitaba para lograr sobrevivir, la fórmula para escapar de esa aniquilación inminente. No era justo que todo muriera, no lo era. La inocencia, la esperanza, el amor... todo se desvanecía.
Mientras tanto, Julieta, Luciana, Sandra y Cecilia, mis hermanas transformadas, realizaban sus acciones de acuerdo al plan de mi Padre. El plan, para mi pesar, tenía muchas fallas, grietas que se ampliaban con cada segundo que pasaba. Pero no era capaz de asimilar que todo lo que conocía, todo lo que habíamos construido, iba a morir, iba a convertirse en cenizas. Algunos de mis hermanos, ángeles poderosos que habían permanecido firmes, fueron tocados por ellas, por la Muerte encarnada, y todo llevaba a lo mismo: la muerte, el vacío, la inevitable Julieta.
Sabía que Rubby era amiga de esas jóvenes, o por lo menos, lo que esas muchachas habían sido anteriormente, antes de ser corrompidas, antes de volverse instrumentos de la aniquilación. Ahora no eran más que Jinetes, meras marionetas de un poder oscuro. Ya no existían; esas jóvenes, sus almas puras, no eran nada, solo cáscaras vacías. Y el corazón me dolía al pensar en la inocencia perdida de Rubby, en el peligro que la acechaba.
Quizás Dios creía que con los Jinetes, con el poder de la Muerte a su disposición, era posible quitar a la oscuridad del camino, desterrar a Tamara. Pero él mismo decía y afirmaba que no se podía matar a la oscuridad, que era una parte intrínseca de la creación. Yo dudaba de su palabra, una semilla de incertidumbre sembrada en mi alma, pero no podía articular mis dudas hacia él, por razones obvias. Mi lealtad era inquebrantable, incluso frente a la paradoja.
Había algo en mí interior, una premonición helada, que no me dejaba continuar con la ciega obediencia. Sabía que Dios o Tamara morirían, quizás ambos, quizás ninguno. Quizás, en un giro inesperado del destino, podrían arreglar sus diferencias, reconciliar los eones de conflicto. Pero conocía a Tamara y a Dios, conocía su inflexibilidad, y sabía que ambos cumplían su palabra, sus promesas y sus amenazas.
Veíamos que el fin se acercaba a cada segundo que pasaba, como una marea ineludible. Nunca me había imaginado un final como el que podría venir, un apocalipsis de tal magnitud. Sentía miedo de caer, de desaparecer, y más aún, por el destino de mis hermanos, muchos de ellos ya no existían, sus luces extinguidas, sus almas cosechadas.
Debíamos admitir que muy pronto todo lo que conocíamos moriría, incluidos nosotros, los ángeles, los primeros hijos de la creación. No había mucho que hacer, solo aceptar lo que vendría, con una resignación fatalista, o ponerse manos a la obra y hacer algo, cualquier cosa, para desafiar al destino. Debíamos seguir adelante, intentar triunfar, aunque la victoria pareciera una quimera.
La provincia ya no existía, borrada del mapa por el caos y la destrucción. Solo quedaba la Capital, un último bastión de la humanidad. Al llegar a la General Paz, la autopista que rodeaba el último reducto, todo era caos, una guerra sin cuartel, muerte, destrucción, enfermedad y demás horrores inimaginables. Los gritos de los moribundos, el estruendo de los edificios colapsando, el hedor de la desesperación.
¿Estaríamos perdiendo la guerra, la última batalla por la existencia? ¿Dónde estaría oculta Tamara, la fuerza invisible detrás de toda esa aniquilación? ¿Dios ya no estaba en el Cielo, nos había abandonado a nuestra suerte? ¿Todos, incluso los más insospechados, tendrían un plan, un as bajo la manga que yo ignoraba? Mis preguntas invadían mi cabeza, girando sin cesar, haciendo una madeja inextricable de pensamientos, una tormenta en mi mente angelical.
Caminé sin rumbo en el cielo, un vasto y silencioso desierto. Quizás era el único en él, el último ángel que aún vagaba por los pasillos celestiales. Con eso del fin del mundo, mis hermanos abandonaron el Cielo, huyeron, abandonaron a nuestro Padre, su Creador. ¿Quién haría tal tontería, tal acto de cobardía? No podía creer cómo abandonaron a mi Padre, en vez de morir luchando, de caer con honor, solo se escondían y huían, buscando refugio en los rincones más lejanos del universo.
De pronto, en mi errático deambular, llegué a una habitación, un bello jardín que se abría en medio de la nada, un oasis de paz. Tomé asiento en un banco de piedra, el sol quemaba mis pupilas, una luz extraña que se sentía ajena al fin del mundo. Ese jardín me resultaba familiar, como si ya hubiera estado en él, un eco de un recuerdo olvidado, de un tiempo lejano.
Ladeé mi cabeza y vi algo negro, una sombra, lo que parecía ser una manija de puerta oculta entre la exuberante vegetación. Me levanté, impulsado por una curiosidad incontrolable, me acerqué hasta ella y la abrí. Era un lugar aún más bello, indescriptible. Había un hermoso árbol de Jacarandá en su centro, sus flores moradas vibrando con una luz propia. Comencé a adentrarme en la habitación, mi asombro creciendo con cada paso, y observé el hermoso árbol; caminé en círculos tocando su tronco, sintiendo la rugosidad de la corteza, cuando de repente se oyó un ruido, un sonido suave, casi imperceptible, pero que me alertó.
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Editado: 20.06.2025