Te escribo estas letras porque se que hubo demasiadas cosas que no pude decirte. Siento que es necesario que todos quienes no saben lo que hiciste y fuiste lo sepan.
Tu no me engendraste. Genealógicamente eras mi abuelo. Pero, desde que llegué a casa, experimenté contigo el amor más parecido al que El Padre eterno muestra a sus hijos día tras día.
Junto a abuela diste un paso al frente cuando a los 6 años quedé sin opciones de hogar que me ofreciera un mínimo de estabilidad. Era un niño abatido por muchas enfermedades, por una niñez terriblemente cruda y experiencias que estuviste claro que jamás debí vivir.
Soy consciente de que, si no hubieras hecho nada de lo que hiciste por mi, hoy sería un sicario, un bichote, quizás estaría muerto o terriblemente enfermo.
Jamás olvidaré cada noche que pasaste dándome terapias para que no muriera de asma. Cada noche que pasaste enseñándome versos de la biblia reafirmando que,para cada miedo o problema de la vida, Dios había dispuesto una solución. No importa lo que suceda en mi vida jamás podré borrar de mi corazón el temor a Dios, cuando me enseñaste a preparar un sermón o afinar mis destrezas para hablar en público. No podré borrar de mi memoria cada noche que llegabas cansado de trabajar y te sentabas a estudiar conmigo para que fuera “amolao” a los exámenes pues siempre decías que la educación era la forma en la que podría tener “mejores oportunidades que yo y una mejor vida que la mía”.
Ahora, que te despido de este mundo y tengo la certeza de que no volveré a ver tu sonrisa, quiero decirte que son las pequeñas cosas las que extrañaré más: recoger limones de pequeño juntos, preparar contigo lo que al día de hoy sigo considerando la mejor piña colada del mundo. Comprar jueyes, colocarlos en la bañera, nombrarlos, para luego cocinarlos con mucho cariño y devorarlos por completo. Ser tu contrincante en dominós y tener el orgullo de que me enseñaras al punto de poder ganarte de vez en cuando. Escuchar los mismos chistes mongos que le contabas a todo el mundo una y otra vez. Escucharte pelear con La Comay y con la Dra. Polo, escucharte cantar desafinado, tus regaños, tus cantaletas, en fin, todas esas pequeñas cosas que te hacen ser quien eras.
Se que hubo momentos en la vida, cuando comencé a crecer y diferenciarse como ser humano, en los que no nos entendíamos. No tuve la paciencia que debía tener contigo cuando enfermaste al principio aunque tu siempre la tuviste conmigo.
En realidad quería ser distinto. Pero, mientras más crezco y maduro me doy cuenta de que en muchas cosas, me parezco a ti. Incluso, no son pocas las veces que me sorprendo sentado al pie de la cama cuando me levanto contando los dedos de las manos y pies porque tu sabes, “hay que asegurarse de que uno se levantó completo”.
No es posible apalabrar todas las formas y maneras en las que tu vida moldeó la mía. Pero solo puedo decirte que tengo muy presente que, lo que llegue a ser, tendrá todo que ver contigo.
Lamento profundamente que la vida no me permitiera retribuir modestamente lo que hiciste por mi de formas más concretas. Me queda la satisfacción de que a nivel profesional y personal me viste lograr todo lo que me propuse. Me quedo con la paz profunda de que, en tus últimos 54 días, estuve ahí al lado de tu cama como tu estuviste al lado de la mía cuando lo necesité de pequeño.
Padre mío, ahora que sé que no volveré a ver tu sonrisa, solo me resta decirte que te veré en la próxima vida viejo. Lo único que puedo hacer por ahora es darte gracias totales, decirte que te amo y que vivirás en mi hasta el día de mi último suspiro.