Jueves, 13 de noviembre de 1997
Nacho camina solitario y a la deriva por el patio del colegio. Tiene seis años.
La sensación de soledad es asfixiante, como una prenda de ropa incómoda. Ha permanecido callado durante meses, sin dirigir la palabra a nadie y sin recibir la atención de sus pares interesándose por él. La única interacción social es con su tutor, un señor alto de rostro apacible de tono de voz cálido que sin embargo está tan atareado ocupándose de conducir una clase de más de veinte niños que no sabe detectar los indicadores de depresión infantil que Nacho padece desde hace unos meses.
Las cosas no van muy bien en casa. Su padre no está bien.
De alguna manera, el pequeño Nacho comprende que para construir su propia personalidad ha de romper la barrera del miedo que le impide acercarse a los demás. Necesita salir del cascarón en el que se ha introducido él mismo
Elige un niño al azar para comenzar a poner en práctica su plan de acción. El chico elegido está agachado clavando una rodilla en tierra atándose los cordones de los zapatos.
Se sienta frente e a él y comienza a hablar.
Primero habla de sueños.
Le sorprende su propio tono de voz, seguro, directo. Luego continúa expresando su agrado hacia las clases de inglés y hacia su tutor alabando su comportamiento gentil y su destreza como profesor.
El otro menor levanta el mentón un instante para dedicar una mirada de extrañeza a aquel desconocido que se le dirige a él con tanta familiaridad mientras termina de atarse los cordones.
Nacho percibe el desinterés y los viejos demonios amenazan con hacer resquebrajar su voluntad quebrando las palabras en su boca. En cambio, modifica su estrategia asaeteando al chaval con preguntas con la intención de mostrar interés por el otro. Con él siempre ha funcionado e imagina inspirado que con los demás podría también funcionar.
Sólo recibe un silencio ominoso y más miradas de desavenencia que sólo expresan rechazo. Es igual que si hubiera intentado abrir el envoltorio de una Pantera Rosa rompiendo el plástico sólo con la boca sin la ayuda de las manos.
Sin decir nada, el muchacho se incorpora alejándose dándole la espalda, dejando a Nacho solo de nuevo, más confuso y desorientado que cuando empezó, rodeado de chiquillos vociferantes entregados a sus juegos de chiquillos.
A pesar del duro revés, el rostro de Nacho no deja entrever ninguna emoción aunque, por más que quiera negarlo, la experiencia le deja una marca que le durará hasta la adultez. Algo del brillo de sus ojos desaparece temporalmente. Pasará un tiempo antes de que lo recupere.
Nacho no quiere rendirse e insiste un par de veces más esforzándose por mostrarse amistoso y sentir interés por lo que hacen los demás.
Su memoria borraría cada interacción pero sí recordaría el resultado. En cada una de las ocasiones el desenlace sería exactamente el mismo, o con resultado similar.
Si hubiera sido algo mayor o su temperamento hubiera sido distinto, habría afrontado la experiencia de otra manera. Quizás habría traducido los sentimientos que afloran por aquella derrota enfocando su ira contra algo o alguien. Se habría vuelto caprichoso, irascible, revoltoso con el propósito de llamar la atención de alguna manera juvenil. Se habría entregado al chupeteo de un cigarrillo, a desarrollar actitudes machistas, afiliarse a alguna tribu urbana adolescente, sumergirse en el juego compulsivo de videojuegos o en el ataque proscrito a la nevera para comer compulsivamente, por nombrar alguna de las posibilidades.
Él no. Él es sólo un crío y aún no tiene desarrollados los mecanismos psicológicos suficientes para asimilar aquellos rechazos. O quizás simplemente su carácter es particular y aquella es su manera idiosincrática de adaptarse a su experiencia.
Él se mantiene en silencio, inexpresivo.
Esta estrategia de afrontamiento le produce una reacción psicosomática aguda atacando su estómago. No es tan grave como para no poder llegar a tiempo al servicio. No lo hubiera sido para alguien mayor o al menos para alguien más maduro que él. El pequeño apenas comprende qué le está pasando y cuáles son sus alternativas de comportamiento. Llevado por su ingenuidad infantil, toma asiento en el suelo apoyando la espalda en una de las columnas del patio porticado, sufriendo en silencio el desagradable malestar de estómago que le consume mientras el resto de niños corren disfrutando vitalmente de su infancia.
Su cuerpo reacciona de manera natural.
Repentinamente siente la arcada dominarlo convirtiéndose en víctima involuntaria de su propio cuerpo en el acto de expulsar de sí el contenido que llena su estómago atormentado.
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Editado: 25.09.2018