Raquel aun no se decidía si bajar al comedor o volver a su habitación e intentar dormir un poco. Estaba con la espalda apoyada en la pared del pasillo en frente de su puerta con los ojos cerrados. ¿Cómo podía preguntarle al dueño, a Joaquín, sobre las llaves sin explicarle la locura que había vivido? No, no tenía que explicarle nada, sólo decirle que había encontrado las llaves en un sitio distinto del que ella las había dejado. Suspiró, se irguió y fue hacia el ascensor. Allí se miró en el espejo, se sacó los lentes pensando que iba a quedar ridículo desayunar así, los guardó en la pequeña cartera y se maquilló para disimular sus ojos hinchados por el llanto.
Entró en el comedor del hotel, las paredes estaban pintadas con un suave marrón que le daba un aspecto hogareño y grato. El lugar era muy pequeño en relación con las treinta y cinco habitaciones con las que disponía el edificio. ¿Cómo harían para servir en temporada alta a tanta gente?
Notó, aún con más sorpresa, que no había ningún comensal en el salón. En una de las paredes, sobre grandes espejos, colgaba un reloj electrónico descompuesto fijo en las veintidós horas. Revisó su reloj pulsera y vio que eran las ocho y diez, por qué nadie había bajado a desayunar. El hotel no era muy concurrido, como tampoco debía ser frecuentada la ruta por la cual se llegaba, lo que le dejaba una sola hipótesis sobre las llaves, la que se había negado a pensar, que quien hubiese ingresado en su habitación fuese el mismo dueño.
El miedo se apoderó de ella, no sabía si salir corriendo, dejar sus pertenencias en el cuarto y huir hacia el auto para marcharse de allí o enfrentar la situación. Finalmente, la última postura fue la que ganó, recordó lo sucedido la noche anterior y sabía que era capaz de enfrentar y matar a un hombre si era necesario. No dejaría que nadie más se burlase de ella, debía saber quién le había jugado esa horrenda broma.
Buscó con la mirada la mesa, lo que no le costó mucho trabajo ya que en ella resplandecía un triángulo de madera pintado con un extravagante dorado con el número veintidós brillando en un plateado glasee, que la invitaba a sentarse. Se ubicó distante en la mesa, simulando que no esperar nada ni a nadie. Sus ojos se perdieron con un gesto abstraído hacia el exterior. Repentinamente fue sorprendida por una voz que surgió detrás de su espalda haciéndola saltar de la silla:
- Así que se decidió a venir...- Era Joaquín que inmediatamente se puso frente a ella para calmarla ataviado de mozo.- Disculpe por asustarla. No la esperábamos. Debo admitirlo, señorita Estela, que me es muy grata sorpresa su presencia.
- Muchas gracias, necesito despejarme de la pesada noche de viaje. Además, el cansancio me abrió el apetito.- se acomodó el pelo y miró el rostro de Joaquín que sonreía modestamente.
- Bueno, señorita, ya le traigo unos tostados con un café, ¿le parece bien?
Raquel asintió mientras el joven se dirigía hacia la cocina. A los pocos minutos, Joaquín ingresó con una bandeja que contenía una gran taza de café con leche y un plato con tostado de jamón y queso. Todo le fue servido con gran prolijidad en la mesa y Raquel desayunó en una parsimoniosa soledad.
El silencio que imperaba en el ambiente le servía para pensar en cómo actuaría ante su duda, si preguntarle directamente o como quien no quiere la cosa. También se puso a cavilar sobre hacia dónde ir cuando supiese la respuesta que necesitaba. Sabía que el cuerpo de su esposo iba a ser encontrado y que lo mejor sería estar lo más lejos posible, en un lugar en el cual nadie la conociese. Debía desaparecer en alguna provincia lejana, de pocos habitantes, en donde la comunicación con el exterior fuera escasa o nula ya que había dejado las huellas del crimen desperdigadas por todos lados. No le interesaba que la descubrieran, sino el volver a ser encerrada, puesto que esta vez no sería en un neuropsiquíatrico, sino en la cárcel.
Al acabar lo servido, se sorprendió por su voracidad y porque aún sentía hambre. Llamó a Joaquín que barría el lugar para que le trajera más café y algunas tostadas. Se sintió rara al llamarlo por el nombre, más aún el tono familiar en su voz, pero el aspecto oscuro de la noche que había tenido contrastaba de tal manera con el buen trato recibido que no le interesaba nada. Joaquín llegó con una pequeña bandeja en su brazo izquierdo donde llevaba lo pedido, y algo que extraño sobremanera a Raquel, dos copas y una botella de champagne.
- Aquí tiene, señorita Estela, espero que no sea muy temprano para una copita de buen champagne- dijo Joaquín apoyándole la bandeja en la mesa.
- Por favor, Joaquín, no se lo voy a negar. – Al oír esas palabras en la cara de Joaquín se dibujó una mueca de felicidad.