La conciencia de Raquel se restableció lentamente. En lo primero que fijo su mirada fue en el techo, lo que le dio la pauta de que seguía tirada, pero se extrañó al reconocer que ese no era el techo del comedor, sino el techo blanco de la habitación veintidós. Intentó levantarse de lo que reconoció como la cama, pero unas cuerdas gruesas aprisionaban sus brazos y sus piernas. Empezó a gritar, a pedir ayuda a Joaquín, puesto que creía que habían entrado a robar en el hotel. Lo que la llevaba a aquel razonamiento era que un lugar tan lejano y solitario era propicio para el asalto.
En pocos minutos, en respuesta a sus gritos, escuchó el ruido de la puerta abriéndose, cerró los ojos y los puños a causa del miedo, pensando que podría ser alguno de los asaltantes que vendría a lastimarla. La puerta siguió abriéndose con un suave crujir que hacía que la piel de Raquel se erizase. El picaporte golpeó contra la pared, Raquel oía unos sigilosos pasos que avanzaban hacia ella, sus puños y sus ojos se contrajeron con una fuerza aun mayor.
- Por fin se despertó, señorita de la veintidós.- dijo una voz conocida.
Raquel atinó a abrir los ojos, confusa, pero al escuchar las palabras que prosiguieron, sus esperanzas se apagaron y fueron invadidas por el terror más profundo que jamás había conocido haciéndola volver a cerrarlos.
– Levántate que la muerta no sos vos, soy yo.
El individuo del cual salía esa voz rasposa y conocida, continuó acercándose a ella. Con sus labios rozó lenta y suavemente el cuello de Raquel lo que hizo que se le erizase más la piel. Arrastrando sus gélidos labios por el cuello de ella llegó hasta la mejilla y la besó. La mente de Raquel se esforzaba por negar todo lo que estaba pasando pero era inútil.
- ¿No vas a mirarme, amor? Abrí los ojos ¿o tenés miedo de ver cómo me dejaste?
Raquel se negaba a cumplir aquel pedido, no quería, pero una fuerza mayor que su voluntad se los hizo abrir y se encontró con lo inevitable, lo predecible luego de haber escuchado esa voz y esa forma de hablar, tan antigua, tan común: la de su marido.
El terror era total, el cuarto ahora volvía a mostrar las maderas podridas que había visto hace unas horas con los números veintidós escritos con sangre. El rostro de ella se deformó a causa del miedo, se negaba a creer que todo fuese real, que la persona que había sido muerta por sus propias manos, estuviese al lado de su rostro mirándola.
La cara del muerto era espantosa, la piel estaba totalmente pálida; el cuello caía, quebrao, hacía el hombro derecho; el pelo seguía enmarañado y bañado en sangre. Aunque lo peor eran los ojos, dos cavidades roja escarlata que daban la impresión de estar mirando un abismal infierno. El cuerpo de Raquel se convulsionaba en la cama, empezaba a salir de su boca una baba blanca y espumosa, parecía un grave ataque de epilepsia, su boca repetía ritualmente las mismas palabras:
- Por favor, las píldoras – su cuerpo se retraía y se volvía a estirar repetidas veces en cortos tiempos.
El muerto se movió de la cama a la puerta riendo estrepitosamente. Luego volvió hacia ella. Raquel movió el cuello para ver cómo se desplazaba el cuerpo del difunto Joaquín. Era un espectáculo tétrico, no movía las rodillas ni los tobillos en cada avance de pies. Joaquín volvió a acercar los labios a ella, hacía su oído y le dijo:
- ¿Ahora querés las pastillas que no tomabas por la noche, nena mala? – El frasco parecía levitar en sus manos transparentes – ¡Tomá! – Ocho ansiolíticos fueron arrojados en la boca de Raquel que no pudo evitarlo- Ahora te vas a tranquilizar, porque quiero que me escuches. Sabés que mi muerte fue injusta, que tu locura hizo que inventes una historia absurda de engaño con mi secretaria. Ya habíamos pasado un episodio en el cual tu locura te había hecho atacarme bestialmente, pero te pude detener. En esa oportunidad te dije que si algo así se repetía, no te perdonaría. Me mataste para que eso no ocurriese, pero no te iba a dejar tranquila, no ibas a salir impune del crimen. Como veras estoy cumpliendo con mi palabra. Pero esa primera vez para intentar darte otra oportunidad, te interné por cinco años en un instituto psiquiátrico. Te amaba, jamás te engañé, pero lo viviste poniendo en duda imaginándote entremezclada en una de las tantas historias de amor y pasión que veías en novelas y películas que ganaban siempre a tu realidad.
“Creí, como habían asegurado los médicos, que habías salido curada. Aún no entiendo cómo lograste engañarnos a todos tan magistralmente. En fin, volviste con la misma enfermedad, y esta vez tu ataque fue incontenible, tu furia era inmensa, feroz, me rendí. En mi cabeza, antes de morir físicamente, sólo hubo una cosa que me tranquilizó, el saber que no te me vengaría. Me desprendí de mí dejando la mejor cara de pasividad en el exterior, pero un furor de venganza en mi alma. Me escapé para vengarme, para acabar con tu locura y asesinarte.