Tengo la costumbre de no acostumbrarme a las costumbres. Tengo la implacable precisión de presionar mi precisión, para ser más precisa de presionarme.
Vivo la trágica paradoja de vivir trágicamente en una ciega rutina, así como un ave que no tiene alas: “puedes volar, solo tengo que intentarlo”, es lo que me digo siempre y es ahí que caigo.
Ciega por mis habilidades porque pienso saber todo y eso me convierte en una ignorante pero al fin y al cabo, no tengo alas, por lógica, si soy un ave encerrada en un laberinto y no tengo alas, no puedo volar.
Mi subconsciente ha de creer que absolutamente nada es imposible porque no estoy soñando, ya que tal vez, solo soñando lo imposible se vuela posible.
Veo en el viento pequeños rasgos de tristeza y no siento pena. Quizás sea otra condenada que guarda las llaves de sus esposas a simple vista, probablemente sea en sus palabras, pero el dolor inspira y todo me resulta tan insulso, incoloro; todo es igual.
Esta forma de pensar, me hace fuerte, me hace estable y no sé si el laberinto requiere un sentido lógico o soy yo ese sentido que por consiguiente, al estar atrapada, no puedo ver la realidad desde adentro…