3deseos

Capítulo 2: Instrucción

Me es imposible saber con certeza cuantos días transcurrieron después. Ni cuantos después de despertar. Me quedé sin voz de tanto gritar, preguntando por Blanca y por el lugar donde me habían llevado. Qué querían de mí.

Nadie contestó en lo que parecieron días y días. La desesperación que sentí fue indescriptible. Nunca me he rendido en nada, ni me he resignado jamás, pero esos días encerrada en una oscuridad de sepultura, sin un solo ruido ni nadie que me explicara qué ocurría, llegué a convencerme de que iba a morir allí. Sin respuestas. Sin oportunidades. Sin esperanza.

Durante esos días llegué a odiar con toda la fuerza que le quedaba a mi agotada mente, a quien en su día fue mi amiga. Repasé esos minutos anteriores a mi encierro una infinidad de veces. Deseando recordar cualquier cosa que me ayudara a saber la razón por la que me encontraba allí.

La respuesta llegó una eternidad más tarde.

No fue alguien quien apareció. En realidad, fue como despertar de un profundo sueño. Sin previo aviso. Una sensación vertiginosa que me derribó. Literalmente.

De un segundo a otro, me encontré sobre un frío y lujoso suelo de mármol.

― Tendremos que mejorar eso.

Mis ojos tardaron en acostumbrarse a la luz, pero mis oídos estaban más atentos. Me senté en el suelo, queriendo ver lo que tenía delante. Cuatro paredes altas delimitaban una habitación que parecía ser un despacho. Sobre una mesa reposaba un ordenador portátil, y justo al lado, un pisapapeles ascendía por lo menos veinte centímetros de documentos. Una mujer se asomaba por el borde de la mesa. Sus manos entrelazadas sobre ella, mostraban unos brazaletes iguales a los que ya había visto en dos ocasiones. Desde mi posición en el suelo, únicamente podía apreciar unos cabellos oscuros atados en un recatado moño y unas gafas que ocultaban prácticamente toda su cara. En ellas podía verse reflejado unos extraños datos de la pantalla del ordenador que la mujer miraba con verdadero interés.

― ¿Dó-dónde está Blanca? ―dije.

No me importaba nada más. Me daba igual la mujer, el lugar donde estaba o había estado y la razón por la que estaba allí. Mi única preocupación, la única que tenía desde hacía dos años, era Blanca.

La mujer centró su atención en mí, alzando una ceja que asomaba por el borde redondeado de las gafas.  Ni siquiera le habían dicho una palabra sobre mi situación, pues realizó una búsqueda rápida en su ordenador antes dirigir su extrañada expresión hacia mí de nuevo.

― Vaya. Curiosamente, no me contra nadie con ese nombre. ¿Se trata de un apodo?

Mi desesperación fue visible. Mi voz sonó cargada de angustia y de lágrimas contenidas. Por no hablar de la indignación y desesperación que destilaron mis palabras al contestar a la mujer.

― Se trata de una… niña de dos años, maldita sea. Pelo oscuro. Tez morena. Ojos grandes ―conseguí decir―. No es más alta que esto ―y mi mano se alzó unos centímetros por debajo de mi cabeza.

― No… no tenemos aprendices tan jóvenes, señorita.

Mi furia creció entonces, impactando con fuerza mi mano sobre el mármol del suelo.

― ¡No es aprendiz de nada! ¡Es mi niña! ¿Dónde está?

Apenas fui consciente de la grieta que mi furiosa mano había abierto en el suelo, pero la mujer sí lo fue. Apartó con cuidado las gafas de su rostro, dejándolas con cuidado sobre la mesa. Recuerdo que su mano temblaba ligeramente en el proceso.

― Cá-cálmese.

Si hubiera prestado más atención, habría sido testigo de la primera vez que perdí el control. Y lo que era, lo que soy, lo que seguiré siendo, se desbordó después de años de represión. Quien sí lo vio fue la mujer que seguía sentada delante del ordenador, que horas más tarde la conocería como Lía Tompson, secretaria de lo que ellos llamaban “Instrucción”.

― Lo siento… ―Otra vez esa palabra. Empezaba a acostumbrarme a que la gente se disculpara antes de hacer aquello por lo que pedía perdón. ¿Acaso no entendían que, de ese modo, la disculpa carecía de sentido?

Mis manos se vieron privadas de movilidad de un momento a otro. Fue en ese instante que lo vi o, mejor dicho, los vi. Los mismos brazaletes en mis muñecas. Ahora ligados a unas cuerdas doradas que salían del suelo.

― Señorita Garret, me apena tener que proceder de este modo, pero usted me ha obligado a ello. Apreciaría que se mostrara más dispuesta en nuestro próximo encuentro.

― ¿Qué quiere decir? ―pregunté confusa.

― Me han comunicado que es usted un caso especial. No ha sido instruida adecuadamente… ¿cómo decirlo? ¿Jamás? ―Sus gafas volvieron a colocarse en su sitio para mirar atenta la pantalla del ordenador―. Sí, exacto. Jamás ―confirmó.

― ¿Instruida?

Me daba vueltas la cabeza. Nada de lo que esa mujer decía tenía sentido alguno para mí.



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En el texto hay: magia

Editado: 03.03.2018

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