A pesar de que apenas había dormido un par de horas, me desperté con mucha energía. Nueva York esperaba ahí fuera, y yo no iba a quedarme en el apartamento esperando a que la vida decidiera qué hacer conmigo. Nunca había sido ese tipo de persona y no iba a empezar ahora.
Carla aún dormía cuando salí de mi habitación. Sobre la mesa de la cocina había dejado una nota:
“Tu currículum ya estará en manos de Marcus hoy mismo. Descansa hoy, mañana será otro día. xoxo”. Sonreí ante su insistencia, pero ya había tomado mi decisión.
—Lo siento, amiga —murmuré mientras escribía mi propia nota—. Las capricornianas de enero no sabemos quedarnos quietas. Volveré para la cena.
Si mi abuela Margaret me había enseñado algo, era a tomar las riendas de mi propio destino. Como buena capricornio nacida en los primeros días de enero, la paciencia pasiva nunca había sido mi fuerte. Los astros me habían dotado de una determinación que algunos confundían con terquedad, pero que me había sacado adelante en los momentos más difíciles.
Mientras me preparaba, consulté mi aplicación de horóscopos diarios. “Día propicio para nuevos comienzos. Posibles encuentros significativos. Mantén la mente abierta, Capricornio.” Guardé el teléfono con una sonrisa. No era supersticiosa, pero creía firmemente en la energía de los astros y en las señales del universo.
Mi abuela me había introducido al tarot cuando tenía quince años. “Las cartas no dictan tu destino, Lyx”, solía decirme, “solo iluminan el camino que ya estás recorriendo”. Antes de salir, saqué mi pequeño mazo de cartas y extraje una al azar: La Torre. Cambio repentino, revelación, caos que conduce a la claridad. Interesante.
Guardé las cartas en mi bolso, junto con varias copias de mi currículum cuidadosamente impreso en papel de buena calidad. Era un buen currículum: licenciatura en Administración de Empresas, diploma en Secretariado Ejecutivo, experiencia relevante, y lo que siempre captaba la atención: dominio de cuatro idiomas (inglés, español, francés y alemán básico).
El día era soleado pero fresco, perfecto para recorrer la ciudad. Me había vestido estratégicamente: un traje sastre azul marino, profesional pero no demasiado formal, zapatos cómodos pero elegantes, y un maletín pequeño que contenía mis documentos. Lista para conquistar Nueva York.
Mi plan era sencillo: recorrer el distrito empresarial y dejar mi currículum en todas las empresas posibles. Si bien Marcus había prometido entregarlo en Huntington Electrical Solution, no pondría todos mis huevos en una sola canasta. Si algo me había enseñado la vida, era a tener siempre un plan B, C y hasta D.
El metro de Nueva York era un mundo en sí mismo, caótico y vibrante. Lo tomé desde Brooklyn hasta Manhattan. Tan diferente a Detroit, donde los rostros se volvían familiares después de un tiempo.
Mi primera parada fue una empresa de marketing digital que, según había investigado, estaba en proceso de expansión. Luego seguí con tres firmas de consultoría, dos compañías de tecnología y una editorial. En cada lugar, entregaba mi currículum con una sonrisa confiada y pedía hablar con alguien de recursos humanos. A veces lo lograba, otras veces me decían que me llamarían. El ritual habitual de la búsqueda de empleo.
Estaba cruzando la calle, absorta en mi lista de posibles empresas, cuando el chirrido de unos neumáticos me hizo levantar la vista. Un Aston Martin negro había frenado a escasos centímetros de mí. El pánico me paralizó por un instante, luego fue reemplazado por pura indignación.
La ventanilla del conductor bajó, revelando a un hombre que parecía salido de una revista de moda masculina. Cabello negro perfectamente peinado, mandíbula cincelada, ojos grises como una tormenta de invierno. Guapísimo, sí, pero la expresión de superioridad irritada en su rostro arruinaba el conjunto.
—¿Está ciega o simplemente es suicida? —espetó con un acento que mezclaba notas británicas con inflexiones americanas.
Mi corazón aún latía acelerado por el susto, pero mi orgullo herido habló más fuerte.
—¡El semáforo estaba en rojo! —exclamé, señalando la luz que, efectivamente, acababa de cambiar a verde.
—Estaba en amarillo cuando usted decidió lanzarse a la calle sin mirar —replicó, su voz fría como el hielo—. ¿Acaso en Detroit no les enseñan a cruzar correctamente?
Me quedé momentáneamente desconcertada. ¿Cómo sabía que era de Detroit? Luego me di cuenta: mi maletín se había abierto en el sobresalto, esparciendo algunas copias de mi currículum en el pavimento. El viento había llevado una directamente hacia su auto pegándolo al parabrisas.
—Lo que no nos enseñan en Detroit es a conducir como si la ciudad nos perteneciera —respondí, recogiendo mis papeles—. Quizás debería considerar el transporte público, señor. Haría un favor al medio ambiente y a los peatones.
Un destello de algo —¿sorpresa? ¿diversión?— cruzó su rostro, rápidamente reemplazado por irritación.
—Quizás debería considerar prestar atención por dónde camina. No todos tendrán mis reflejos.
Algo en su tono arrogante me hizo hervir la sangre. Sin pensar, le di una patada a la puerta de su lujoso auto.
—¡¿Qué demonios cree que está haciendo?! —rugió, abriendo la puerta y saliendo del vehículo. Era alto, mucho más alto de lo que había calculado, y su traje gris a medida gritaba “dinero” por cada costura.
—Dándole las gracias por casi convertirme en una estadística de accidentes —respondí, alzando la barbilla desafiante a pesar de que me sacaba al menos una cabeza.
—Está loca —murmuró, examinando la puerta de su auto como si esperara encontrar un cráter—. Completamente desquiciada.
—Y usted tiene suerte de que no lo demande por imprudencia al volante —contraataqué.
A nuestro alrededor, algunos transeúntes se habían detenido a observar el espectáculo. Un taxista nos pitó, recordándonos que estábamos bloqueando el tráfico.