Todo comenzó un atardecer, a las 6 de la noche sonaron las alarmas; nadie sabía qué sucedía. Los teóricos de la conspiración, creyeron que se trataba de la tercera guerra mundial. Los más incautos, se encerraron en sus casas temblando de miedo. Sin embargo, la realidad es que el apocalipsis ocurrió de la forma más desconcertante.
A las 5 con 59 minutos, los relojes se detuvieron; todo el mundo lo hizo. Parecía que el tiempo había muerto y dejó atrás los terribles tormentos de la humanidad. Después, una luz incandescente bajó a la tierra y abrió los mares y las montañas, y la muerte escupió a los que había tomado antes que al mundo.
El ambiente desolado que había por las calles, se reflejaba en las personas que caminaban sin rumbo; aturdidas, como fantasmas… Hubo muchos suicidios. Aquel instante, los millones de desgraciados que quedamos varados en esta tierra, perdimos la percepción de lo que se conoció como humanidad.
Después de que viniera el gran temblor, las ciudades se convirtieron en tumbas. Veías, cuando pasabas por las calles de las ciudades abandonadas, a cientos de personas llorando; hincadas, recitaban al pie de la letra plegarias: «me olvidaste», decían entre lágrimas, «¡te olvidaste de mí!», gritaban envueltos en un sepulcro desolado.
La tierra se abrió, la grieta fue profunda. De ahí salieron todos los pecadores que habían llenado el abismo. Como entes desesperados en perdición, las abominaciones del infierno corrieron por la tierra, formaron caudales de espíritus endemoniados que brotaban como una fuente; en medio de gritos, llantos y quejidos, escaparon del infierno.
Podías ver a dos tipos de personas, los que buscaban el perdón como agua en el desierto, y los que aceptaban su maldad. Estos últimos, eran peores que los demonios que escaparon.
Cuando pasé por la avenida 506, vi a un sujeto carcajeándose sin sentido. «¡Bienvenidos, hermanos!», gritaba congratulándose con los espíritus infernales. Él quería que lo tomaran como uno de ellos, pero como nos dijo el padre Abel, «en la obscuridad no existe el perdón».
¿Quién está preparado para mirar al abismo? Ningún humano tiene la capacidad de sumergir su alma en la penumbra del infierno, y continuar sintiéndose vivo. No hay descanso para aquellos miserables que se dejan caer en la obscuridad.
Ese pobre diablo —de la avenida 506—, aprendió muy tarde esa lección. Las sombras grisáceas que escaparon de las grietas, se arremolinaron encima de él. Eran aves de rapiña esperando para tragarse a su presa. Seis criaturas entraron de golpe por su garganta. Ese sujeto calvo —de ojos insípidos—, arqueó su columna, dio un horrendo quejido, contrajo sus brazos, sus dedos se doblaron y sus ojos se movieron en todas direcciones.
Su mirada expresaba vacío, parpadeó un instante antes de correr como loco. Dio un par de tumbos mientras movía sus manos hacia todos lados; y sobrevino lo peor para su conciencia atormentada: rascó su cabeza como queriendo abrirla, carcajeó desesperado, llevó las manos a su boca y comenzó a golpearse contra la pared.
Los demonios —por dentro—, azotaron su alma con dolores indescriptibles. Se retorcía con cada golpe que se daba en el edificio, caía al suelo y repetía el acto. Pedía con todas sus fuerzas que alguien lo detuviera, pero ya era muy tarde. De su espalda, comenzaron a brotar pequeñas serpientes. Vomitó sapos, que volvió a comer. Convulsionaba, rompía sus propios huesos, gemía pidiendo misericordia… Pero ya nadie podía ayudarlo.
Al final, él mismo comenzó a arrancarse y comerse su propia piel. Durante todo el tiempo que hizo esto, pedía que alguien lo detuviera, y emitía carcajadas de desprecio. Era una escena terrible, en la que él mismo era el juez, el verdugo y el acusado.
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Editado: 17.11.2018