Hasta mis últimos días con los religiosos, seguía sintiéndome como un extraño. La presencia de la oficial Rodríguez, acrecentó la sensación. Jamás contó nada sobre mi pasado, pero sus ojos me seguían con cautela. Todo el tiempo me veía, juzgaba mis actos y aguardaba en silencio.
Sabía que me quería matar, podía sentir su sed de venganza cuando estaba cerca de ella. Sin embargo, nunca hizo un intento por desenmascararme, por el contrario, también comenzó a llamarme Abraham.
No soportaba su presencia, verla me provocaba un temor más grande que el de los no muertos, y ni siquiera sabía, ¿por qué razón ella podía sumirme en el infierno con una simple mirada?
Fueron días terribles para mi cordura. Entre las pesadillas, la culpa y la psicosis del apocalipsis, quise rendirme en varias ocasiones.
Mi voluntad terminó por quebrarse a los 64 días después de que comenzó el infierno. Aquella tarde, volvió la electricidad en varias ciudades, también los noticieros y el gobierno. A través de un comunicado de prensa, informaron que la guerra se encontraba en su máximo punto, y la estrategia del nuevo presidente era salvaguardar la seguridad de los ciudadanos.
Mediante un mensaje que se repetía cada hora, las autoridades afirmaron que se brindaría transporte para todos los americanos. Sin importar las creencias de las personas, todos serían evacuados a las nuevas ciudades en la parte noreste del país.
Todos acordamos que quedarnos en un edificio abandonado, era sufrir una muerte agonizante. Así que decidimos tomar la opción del nuevo presidente de Estados Unidos.
Aquella tarde, estaba ayudando a preparar los transportes que usaríamos. Disfrutaba hacer esas tareas, porque me hacían sentir que tenía un lugar; me hubiera encantado seguir con ellos, pero todo pasó muy rápido. Un hombre —sumamente aterrado— irrumpió en nuestro refugio. Las marcas de tortura estaban por todo su cuerpo, no había duda de que era una víctima de los centros de readaptación.
Después de una hora, ese hombre logró calmarse y nos explicó que venía con un grupo que fue atacado por no muertos. Su aspecto me generaba desconfianza, pero cuando quise ponerlo en duda, la oficial Rodríguez me miró con odio.
Quise persuadir a Abel de que no fuera, pero la oficial no me dejaba ni un segundo. —Formaremos dos grupos —aseguró Abel—. Te quedarás aquí con los heridos, Abraham.
—¿Estás seguro de esto? —cuestioné las órdenes esperando que se percatara de lo que quería decirle.
—¿Tienes algo que decirnos? —interrumpió la oficial.
—Nada… —contesté.
—Entonces, iremos por esa gente —sentenció Abel.
Estaba atrapado entre mi conciencia y la verdad. Y esa mujer no permitió que olvidara mi pasado. Cuando todos se fueron, subí a la parte más alta del edificio para montar guardia, y ella me siguió. Fue tan cautelosa, que no advertí su presencia hasta que puso una navaja en mi cuello.
—Responde con cuidado —aseguró—, ¿cuándo te irás?
—No sé de qué hablas.
—¡Deja de mentir!, ¿¡cuándo vendrán por ti?!
—Te repito, no sé de qué hablas.
—¿¡Quieres morir?!, te he visto… Huyes de todos, estás buscando la oportunidad para traicionarlos. ¿Cuándo lo harás? No pienso quedarme en este infierno, ¡dímelo!
—No sé de qué estás hablando…
Sollozó con gran coraje, me pidió que volteara y colocó la navaja en mi cuello. —Llévanos contigo… —pidió cubierta en desesperación—, no quiero estar más aquí, ¡llévanos contigo!
En el fondo, la entendía tan bien que mi vi reflejado en ella. No expresé las mismas emociones, pero sentí lo mismo cuando estuve en la base de Texas y de Nueva York. No me importaba el mundo, no quería cargar con nadie, solo pensaba en huir.
—De verdad… Lo lamento, pero…
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Editado: 17.11.2018