90 días antes de Navidad

CAPÍTULO 03

El corazón de Mía latía con un ritmo frenético, reflejando el zumbido del motor del pequeño avión. Ella avanzó arrastrando los pies en fila, con las palmas resbaladizas contra el arnés que cubría su torso. La puerta abierta del avión la atraía como una puerta de entrada tanto al terror como a la euforia, y la extensión azul más allá era un territorio inexplorado que había anhelado conquistar.

 

—¿Asustada? —La voz de Alejandro zumbó en su oído, su propio traje era un reflejo del de ella, las correas abrazaban su delgado cuerpo.

 

—Aterrada—, admitió Mía con una risa temblorosa, su mirada parpadeando hacia el borde donde el cielo se encontraba con el metal. —Pero viva. Más viva de lo que me he sentido en meses. 

 

—Oye, es como saltar a una piscina. Excepto... que no hay agua. Y mucho más alta. —Su sonrisa era contagiosa, un encanto juvenil que podía hacer que incluso este desalentador salto pareciera un juego de niños.

 

—Correcto. —se rió entre dientes, el sonido hueco contra el rugido dentro de su pecho. La mentira se posó en la punta de su lengua, pesada y amarga. Ella se lo tragó. —Es solo que... mi trabajo fue un desafío. Les encantan estos ejercicios extremos de formación de equipos. 

 

—Tu trabajo suena mejor que el mío. —bromeó, ajeno al peso de su engaño— Me alegro de poder ser parte de su... desarrollo profesional. 

 

El instructor les indicó que se acercaran. Alejandro le levantó el pulgar y su entusiasmo fue una boya a la que ella se aferró desesperadamente. A medida que avanzaban poco a poco hacia las fauces abiertas del salto, la mente de Mía daba vueltas con qué pasaría si y si sólo.

 

*Debería decírselo*, pensó. *Debo decir que esto no se trata en absoluto de trabajo, que cada respiración es una cuenta regresiva, cada amanecer un paso más hacia una noche eterna.*

 

—¿Lista, Mía? —La voz del instructor atravesó su ensoñación, y con ella llegó la comprensión: no podía cargar a Alejandro con la verdad, no hoy, no cuando su sueño estaba a su alcance, no cuando él la miraba como si fuera invencible.

 

—Listo. —mintió de nuevo, la palabra como una piedra en su garganta.

 

Juntos, arrastraron los pies hasta el precipicio. La mano de Alejandro encontró la de ella, sus dedos se entrelazaron: un salvavidas en medio de la tormenta de miedo y arrepentimiento que se agitaba dentro de ella.

 

—Tres... dos... uno…—La cuenta del instructor se desvaneció en la ráfaga de viento mientras saltaban.

 

El mundo se desvaneció y Mía volaba, planeando a través de un lienzo pintado con nada más que aire y libertad. Su risa se fusionó con la de Alejandro, un dúo de alegría y adrenalina que eclipsó la tristeza que le pisaba los talones. Durante esos minutos, suspendida entre el cielo y la tierra, Mía vivió toda una vida de deseos.

 

Mientras el paracaídas florecía sobre ellos, acunando su descenso, Mía absorbió la vista del mundo que se extendía debajo: el mosaico de campos, la cinta de caminos, el pulso de la vida que continuaba ajeno a las batallas libradas en silencio.

 

(…)


 

La adrenalina todavía corría por sus venas cuando los pies de Mía tocaron el suave pasto de su propio patio trasero. Su corazón latía salvajemente, pero no era sólo por el paracaidismo: Alejandro estaba aquí, lo suficientemente cerca como para compartir el calor que irradiaba sus mejillas sonrojadas.

 

—Vamos. —dijo, su voz era una mezcla de euforia y algo más suave, haciéndonos señas. —Voy a preparar un poco de chocolate caliente.

 

Los ojos de Alejandro, que momentos antes habían reflejado el cielo infinito, ahora contenían una chispa de curiosidad. La siguió hasta la acogedora cocina, donde el aroma de canela y nuez moscada parecía envolverlos como una manta reconfortante.

 

Mientras Mía se movía por la cocina con practicada facilidad, el tintineo de las tazas y el zumbido del espumador de leche eran una sinfonía relajante. Vertió el chocolate espeso y aterciopelado en dos tazas y le entregó una a Alejandro con una sonrisa tímida.

 

—Gracias. — murmuró, envolviendo sus manos alrededor de la taza. Su primer sorbo fue vacilante, luego más profundo, como si estuviera saboreando no sólo la bebida sino el momento mismo—. Hacía años que no probaba un chocolate tan rico.

 

—¿En verdad? —preguntó Mía, sentándose en el taburete frente a él, acunando su propia taza. Su corazón dio un vuelco, esperanzado.

 

—Desde que me uní al ejército, supongo. No recibes golosinas como esta a menudo—. Tomó otro sorbo y cerró los ojos brevemente en agradecimiento.

 

Mía lo miró con el pecho apretado por una emoción que no se atrevía a nombrar en voz muy alta, ni siquiera en la intimidad de sus pensamientos. La forma en que el vapor se enroscaba y empañaba brevemente sus gafas, el zumbido agradecido que retumbaba en su garganta... esas pequeñas intimidades la hacían sentir como si fueran las dos únicas personas en el mundo.

 

*Puedo hacer esto* pensó, mientras el calor de la taza se filtraba en sus palmas. *Estos últimos días... puedo hacerlo.*

 

—Entonces me alegro. —dijo en voz alta, su voz era un susurro de determinación—, que estés aquí ahora, y cuando desees puedes regresar de nuevo. 

 

Alejandro levantó la vista, sus ojos se encontraron con los de ella y en ellos vio un reflejo de su propio anhelo silencioso. Se estaba formando un puente entre ellos, construido sobre la risa compartida de la aventura del día y el simple consuelo del chocolate.

 

—Gracias, Mía. —dijo, con una sonrisa tocando las comisuras de sus labios, una que no llegó a sus ojos, insinuando capas de emoción aún por explorar. 

 

En esa cocina, con la luz del atardecer pintando dibujos dorados en las paredes, Mía sintió una oleada de esperanza. Podría haber sido la emoción del salto que todavía resonaba en sus huesos, o la tierna mirada en los ojos de Alejandro, pero ella creía, realmente creía, que podía hacer que cada segundo resonara con vida y tal vez, solo tal vez, con amor.



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En el texto hay: navidad, drama, militar

Editado: 02.01.2024

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