—¡Pff! ¿Qué estupidez estás diciendo? —Rodé los ojos, cruzándome de brazos—. Estoy aquí porque escapé de mi casa tratando de buscar ayuda.
—¿Ves? —De nuevo posó esa mirada compasiva sobre mí—. Tú misma te contradices en lo que hablas.
Siguió caminando.
—No esa ayuda —dije—, ayuda para volver.
—¿Por qué no aceptas que estás en una situación que no sabes controlar?
—Porque aquí no está pasando nada.
—Claro —Asintió varias veces—, sigues en la etapa de negación.
Advertí una puerta blanca con una ventanilla. Tomó la manija, la giró y pasó como perro por su casa. Se suponía que era la oficina de la directora, él debía anunciarse antes de entrar. Al parecerme una falta de respeto, no me sumé. Entonces se devolvió y me haló por el brazo.
—Directora, le he traído a Nina.
Me sujeté el camisón para no salpicar el piso.
—Nina —dijo la directora con voz suave—, Nina Cole.
El joven colocó su mano en mi espalda tratando de conducirme hacia el frente. Le mostré una expresión incómoda, tensando el rostro. Susurró que no pasaba nada. Pero yo me retorcí e intenté dar la vuelta.
—Ven, linda. —La directora se levantó de la silla—. Eres un encanto.
Al ver su mano en el aire esperando a ser estrechada, llevé los ojos a los suyos: eran rasgados; su cara angosta de labios finos irradiaba benevolencia y simpatía. Era asiática. Le correspondí con temor de recibir una expresión desagradable, pues yo tenía las manos húmedas y arrugadas.
—Es un placer conocerte, Nina.
Su calidez me confortó.
—El placer es mío —Distinguí la placa que colgaba de una de las paredes mostrando su nombre y apellido junto con el rol que desempeñaba—, directora Mei Hayashi.
—Quisiera que habláramos un momento. —Regresó a la silla en un movimiento delicado—. Debes estar agotada después de haber corrido una maratón. Siéntate.
El chico se distanció.
Me giré.
—«¿A dónde vas?» —pregunté, mentalmente, esperando que pudiera escuchar el pensamiento.
Sonrió y bajó el semblante.
—Siéntate, Nina. ¿Quieres agua? ¿Jugo? ¿Una galleta?
Sentí tanta vergüenza al tener que hundir el asiento, que traté de colocarme en la orilla para que el daño y la mancha no fuesen notorios.
Mantuve todo el tiempo los brazos sobre los senos para que no se apreciaran al aire libre.
«Espero que la directora no me pregunte por qué estoy vestida así».
—¿Por qué estás vestida así?
«¡Trágame tierra!».
—La tierra no te va a tragar, linda, solo es una pregunta.
Otra telépata.
—Yo... no quiero hablar de porqué estoy empapada, sucia y con un golpe en la frente. Necesito saber porqué creo que todos ustedes estaban esperándome. El muchacho no supo darme una razón.
La directora esbozó una sonrisa piadosa. ¿Por qué todos me veían así?
—Si tú no quieres hablar, entonces yo tampoco. —Cruzó los dedos sobre el escritorio—. Dime qué te sucedió, no te juzgaré.
Agotada, destrabé los recuerdos deseando acabar con este asunto.
—Bien, se lo diré. Pero sepa usted que no es de mi agrado contarles mis problemas a desconocidos.
—Primero, recuéstate. No le va a pasar nada a la silla.
Seguí la indicación volviendo los ojos a ella.
—Todo empezó cuando llegué a casa de la universidad. Sentía que me observaban como de costumbre, pero esta vez la energía era más intensa como si... estuviesen a pocos metros. —Recordar aquella sensación me hizo pausar el relato—. Antes de irme a dormir tomé un par de pastillas. Me las recetaron hace... cinco o seis meses. No quería hacerlo. Al día siguiente tenía o... —consideré el tiempo— tengo unos exámenes, y al tomarlas siempre amanezco como tonta.
—¿Son pastillas para dormir?
—Sí. Y aunque hubiese tomado dos, no podía hacerlo. Entonces me levanté, y yendo a la cocina, vi una sombra oscura en una esquina de la sala. Pensé que era otra de las miles de alucinaciones que suelo tener cuando…
—No son alucinaciones, Nina —interrumpió—. Lo que ves es real. Son espíritus reales.
—No son reales, ¡no pueden serlo! —Golpeé su escritorio, provocando que la directora se asustara.
—Tranquila. —Me sujetó las manos—. Tranquila, Nina. No corres peligro aquí.
Su condescendencia hizo que algo se estremeciera en mi interior. El labio me comenzó a temblar.
—Perdón... —se oyó como un murmuro.
—Yo no voy a obligarte a nada, ¿sí? Solo quiero que me cuentes.
—Perdón... yo... no sé qué me pasa... —Sus dedos finos y alargados intensificaron el apoyo en un apretón—. Creo que estoy loca, pero no quiero estar loca. —Sacudí la cabeza y abrí los ojos—. Tomo pastillas cuando ellos aparecen porque no logro dormir. No puedo... Y entonces las dejo. Ellos vuelven a aparecer y regreso con el bendito frasco. Y las tomo, y me siento bien. Después me despierto y los sigo sintiendo, ahí... detrás de mí. A veces tengo que estar la mayoría del día sedada para no verlos porque me siguen. Estoy reprobando varios exámenes. Y le juro que no estoy loca. Ayúdeme, por favor.
Editado: 11.10.2021