El portal nos dejó en la llanura, a metros de la casa de mis padres. Me resultaba melancólico volver y decir que la casa era de ellos cuando claramente también era mía.
Eric se apreciaba a gusto mirando a las vacas masticar el verdoso pastizal. Varias de ellas habían sido las responsables de mi crecimiento hasta que me mudé a Vancouver.
Avisté la carretera principal, solitaria. Caminábamos por el asfalto ferviente, que incluso usando botas, el calor se traspasaba. Recorrimos las primeras casitas de madera y dirigí a Eric hacia la acera. Preguntó cuál era la de mis padres y señalé una pintada de rojo.
Antes de quitarle el seguro a la cerca desteñida le sugerí a Eric quedarse afuera. Él ya sabía el protocolo. No le extrañaba que se lo dijera, de hecho, él mismo se apartaba y decía mentalmente «te espero aquí». Además, sería inevitable que mis progenitores pensaran que abandonaría la universidad por las influencias negativas de Eric al ser mi «novio».
Toqué la puerta.
Eric admiraba a los jinetes arrear a las vacas con ayuda de un par de perros que las seguían y evitaban que se desviaran de la ruta.
Oí el tintinear de las llaves.
—¿Quién...? —Mi padre abrió la puerta—. Vanina, hija, ¿qué haces aquí? ¿Pasó algo? ¿Le pasó algo a tu tío? —Me abrazó, preocupado—. ¿Se metieron en la casa de la tía Ana?
Solía preocuparse por lo más mínimo que me pasara. Un día dijo que sería capaz de matar a cualquier muchacho que me hiriese. No le creía. Pero cuando recordaba que había participado en varios enfrentamientos, de joven, ya no lo ponía en duda.
—Perdón por venir sin avisar. —Oí su corazón latir—. No le pasó nada al tío y tampoco a la casa. Solo vine a visitarlos.
—¡Aiden! —llamó a mamá—. ¡Aiden, llegó Nina!
El inconfundible olor de un guisado aromatizaba la casa. Era extraño regresar y ver los objetos como si ya no me pertenecieran, como si hubiesen sido prestados.
Vi al final del pasillo una figura esbelta, a contraluz, que corría hacia mí sosteniendo un cucharón en la mano.
—Vanina... —Mi madre me rodeó con sus brazos delgados. La oí sorberse la nariz. Sentí, por un instante, que haberme ido a estudiar a otro país pudo haberles afectado más lo que esperaba.
—No llores, mami... —La apreté—. Me vas a hacer llorar a mí también.
Se apartó, colocándome las manos en los hombros.
Mi padre le quitó el cucharón.
—Vanina... es la cebolla.
Su manera de alargar el tacto la delataba. No era la cebolla. En sus ojos color océano aún llovía.
—Mamá... —Sentí el labio temblarme—. Ya no llores.
Se estrujó las mejillas con el delantal.
—Iré al baño. —Volvió a sorberse la nariz—. No te preocupes por mí, hija. —Haberse tocado la nariz con la mano intensificó las lágrimas—. Ve con tu papá a la cocina.
Ella apresuró el paso, moqueando en el camino.
—Bueno —Mi padre pasó su brazo por mi cuello—, ¿qué tal la universidad? ¿Te gusta? ¿Tienes compañeritas?
Mi padre valoraba la amistad. Decía que era imprescindible tener un grupo de amigos con los que se pudiera contar en situaciones de riesgo, claro, la universidad no era como la guerra, aunque en ciertos aspectos tenían similitud; tuve que salvar a un par de amigas pasándole las respuestas dentro de un sacapuntas.
—La universidad es... —Me senté en el banquito viendo tres de las hornillas encendidas. Me perdí un instante en el fuego azul, cuestionándome la veracidad de los hechos en el castillo— horrible. Tengo clases todo el tiempo. No nos dejan ni respirar. He tenido varios exámenes en un mismo día y la mayoría de las veces pongo todo en manos de Dios.
Se carcajeó echándose hacia atrás.
—Pero si apenas estás comenzando. —Afincó el brazo del mesón—. Ni quiero imaginar cómo será el próximo semestre.
Forcé una sonrisa, llevando los pies al travesaño del banquito.
—Sí... sobre eso... quería decirles algo importante.
Mamá entró secándose las manos y buscando una cucharilla para revolver el pollo:
—¿Algo importante? ¿Qué será? —Dejó el trapito a un lado y colocó la mano libre en su cintura mientras se cercioraba que el pollo no se estuviese secando—. ¿Estás embarazada?
Abrí los ojos, aterrada. Miré a papá, encontrando que su expresión regocijada había desaparecido.
—¿Quién fue? —Su mirada homicida me congeló—. Dime quién fue, que lo voy a buscar y... —Trató de levantarse.
Interpuse las manos a tiempo.
—No estoy embarazada.
Me giré:
—Mamá, no estoy embarazada. —Observé su espalda; aún meneaba algo más—. Voy a prestar servicio.
Paró de moverse. Retiró la cucharilla de la olla y dio un par de golpes contra el borde.
—¿Es un chiste? —preguntó—. ¿Vas a dejar de estudiar por... servirle a tu nación?
Editado: 11.10.2021