Desperté con el suave canto de los pájaros. Al voltear, me encontré con una bola de pelos anaranjada y gorda. Mi gato Pi, llamado así por el número.
Mi habitación tenía un pequeño rayo de luz que hacía contraste con las paredes rojas. Con un quejido, me levanté de la cama. Jodida sea la fiebre, dije en mi mente.
Mi hermano mayor, Ethan, estaba acurrucado en uno de los sillones de mi habitación. “Sobreprotector” era la palabra perfecta para definirlo. Había despertado, tenía lagañas y no podía formular ni una palabra.
Mi cuerpo exigía a gritos seguir durmiendo, pero mi conciencia estaba puesta en aprobar el examen de matemáticas que tomarían ese día.
Sin ganas, y como un zombie, me dirigí al baño. Al ver mi reflejo, maldije para mis adentros, tardaría un largo rato en dominar mi larga, ondulada y rubia melena. Tras unos instantes de forcejear, mojé mi cabello y lo desenrede con los dedos, quedando así, un poco presentable. Rápidamente me puse unos jeans, y una camisa del cuadro “esto no es una pipa”.
—Ethan. —Llamé al salir del baño. Al no tener respuesta, me acerqué al sillón en el que estaba y lo sacudí suavemente. —¡Ethan!
Respondió contra las sábanas algo parecido a un “¿qué?”.
Volví al baño. Al verme otra vez, mi cara estaba pálida cual cascarón de huevo, no como de costumbre; tenía ojeras y bolsas en los ojos. Mis labios resaltaban como si me los hubiese pintado.
Me lavé la cara echándome ligeramente el agua. No sirvió de mucho.
Me dirigí hacia donde se encontraba mi hermano, quien volvía a dormir, maldito vago. Agarré mis lentes de sol de la mesa ratona y mi mochila, la cual estaba debajo de mi hermano. Bajé las escaleras y, en un instante, pasé de la sala de estar a la cocina.
Preparé el desayuno mientras Pi comía su comida balanceada, y me serví un poco de lo que había hecho tarareando uno de los muchos temas de Gun 's and Roses.
Terminé las rutinarias tostadas matutinas mientras acariciaba al gato.
Al buscar mi celular, noté que no estaba donde usualmente lo dejaba. Mi hermana lo había agarrado. Caminé otra vez por las escaleras, pero esta vez, subí despacio. El pasillo se me hizo largo, hasta que llegué a la puerta de su cuarto.
—¡Quinn, mi celular! —Reclamaba mientras golpeaba la puerta.
Escuché el sonido de los pasos, el picaporte moviéndose y el crujido de la puerta abriéndose. Entonces ahí la ví, con un camisón y su pelo anaranjado, bostezando y sin luz en su habitación. Se acababa de despertar.
—Aquí está. —Me lo dió de mala gana.
—Lo siento bella durmiente, pero el deber llama. —Dije sarcásticamente.
Me cerró la puerta en la cara, genial.
Rodeé los ojos y, con el celular en mano, me fuí de la casa.
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Editado: 15.09.2020