El verano estaba pasando más rápido de lo que me imaginaba. El calor era más intenso que nunca y la energía se me agotaba antes de lo normal.
Estaba volviendo de un día de playa con mis amigas, mi pelo castaño estaba enredado, y aún tenía arena en algunas zonas del cuerpo. El atardecer se empezaba a presentar en el cielo.
Paso mi mano por mi enredado cabello en un intento de mejorarlo, pero no fue de mucha ayuda. Al llegar a mi edificio toco el botón del ascensor y espero a que este llegue, tarda un poco más de lo normal, pero al final acaba llegando. Aprieto el número de mi piso, el diez, mientras el ascensor empieza a ascender yo me observo en el espejo que hay en el interior de este, coloco un par de mechones tras mis orejas y en menos de lo esperado, el ascensor llega a mi planta.
Era un día más de verano, uno cualquiera, había estado bien, pero tampoco había pasado nada interesante, si no que lo típico. Mis amigas hablaban constantemente de chicos, la mayoría de ellas ya tenían novio, por esa misma razón me sentí un poco excluida de la conversación, todo se volvió más entretenido cuando nos metimos en el agua y empezamos a hacer una guerra, se habían formado dos equipos, y nos empezamos a tirar agua entre nosotras.
— ¡Ha llegado! —escuché que gritaba uno de mis hermanos en el momento que yo entré a casa.
Dylan y Adrian, mis dos hermanos, los dos tienen catorce años, dos menos que yo, son mellizos, y no hay quien los soporte, siempre van juntos a cualquier lugar, son como un pack, no los puedes separar porque si no se vuelven más insoportables de lo que ya son juntos.
— ¿Nos has traído algo? —me pregunta Dylan. Adrian se encontraba detrás de él con los brazos cruzados. Los dos esperaban un "sí" de mi parte, pero obviamente esa no era la respuesta que yo tenía para ellos.
— ¿Tú qué crees? —dije mientras me hacía una coleta baja.
—Eres una egoísta —me dice Adrian el cual seguía detrás de Dylan.
— ¿Ya me estáis insultando tan solo llegar a casa?
—Dejar de molestar a vuestra hermana —. Y como siempre, llegaba mi madre para salvarme de aquellos dos niños malcriados — ¿Qué tal te ha ido el día?
—Normal, he ido a la playa y eso —tampoco tenía mucho más que explicar.
–Bueno, eso está bien. Por cierto, necesito que lleves esto al piso de abajo –me pasa un tupper, yo la miro dubitativa– tenemos nuevos vecinos –explica.
— ¿Desde cuándo? —pregunto confundida mientras tomo el tupper con mis dos manos.
—Se instalaron hace un par de días. Estaría bien que les llevaras el flan que preparé, ya sabes —yo la interrumpo, pues ya sabía a qué se refería.
—La bienvenida, sí, ya lo sé, siempre haces lo mismo.
Salgo de casa con el tupper en mis manos, toco el ascensor y esta vez no tarda en llegar, aprieto el número nueve, las puertas del ascensor se cierran y este empieza a descender, se detiene y las puertas se abren de nuevo. Miro la puerta número dos, debía ser esa, no sé ni porque empecé a ponerme nerviosa, pero odiaba que mi madre me mandara siempre a mí a darles la bienvenida a los nuevos vecinos, si tanta ilusión tenía ella de darles la bienvenida ¿Por qué demonios me decía a mí de ir?
Caminé hacía la puerta, respiré hondo y por fin me atreví a tocar al timbre. Pasaban los segundos y no parecía que nadie iba a abrirme la puerta, estaba decidida a irme cuando escucho el movimiento de unas llaves tras la puerta, así que me obligo a quedarme.
La puerta se abre y un sujeto masculino aparece en mi campo de visión. Era alto, su cabello era rizado y de un tono pelirrojo, tenía diminutas pecas por toda la cara y unos ojos esmeraldas que ahora me miraban con atención. Parecía confundido, bueno, era normal, seguramente se estaría preguntando quién era y por qué estaba llamando a su puerta.
—Hola soy Evelyn Bennett —me presento un tanto nerviosa —y bueno, esto es de parte de mi madre para daros la bienvenida —extiendo mis brazos para que coja el tupper, mis nervios se calmaron un poco cuando me dedicó una sonrisa y cogió el tupper sin rechistar.
—Gracias.
— De nad... —ni siquiera me dio tiempo a acabar de hablar, pues él me cerró la puerta en la cara.
"Podría haber estado peor", me digo a mí misma mentalmente.
— ¿Qué tal ha ido? —me pregunta mi madre cuando vuelvo a entrar en casa.
—Bien, supongo.
— ¿Has conocido a los nuevos vecinos? —sigue interrogándome mi madre.
—No mucho —suspiro cansada —creo que iré a darme una ducha.
(...)
El agua tibia recorría mi cuerpo, perezosamente enjabonaba cada parte de mi, me imaginaba como si todas las malas vibras se marchaban junto a la suciedad, para luego, al salir, quedar renovada.
Mi día había sido relativamente largo. Ni la palabra cansada ni todos sus sinónimos no lograban expresar a la perfección de cómo me encontraba, por eso mismo no tarde mucho en dormirme.
Había sido un día más de verano, y un día menos para volver a clases, la rutina, y todo el estrés que aquello me provocaba.
Aquella misma noche soñé con miles de cosas que podría hacer si no tuviera que volver jamás a clases. Pero lamentablemente eso es lo que era y seguiría siendo, un sueño.