Los jinetes se encontraron con ellos al pie del camino.
Contemplaron la escena estupefactos y el poderoso Robert de Kanter apretó la mandíbula antes de bajar de su montura. Había perdido a su única hija, pero ni una sola lágrima brotó de sus ojos secos y vacíos. Juró venganza contra Dios por quitarle lo único verdaderamente precioso de su vida y le echó la culpa al sacerdote, a quien creyó único responsable. Dejó que sus labios se llenaran de insultos y maldiciones contra todo lo sagrado y solo se cayó cuando uno de sus hombres le indicó que unos metros más allá había una banda de hombres alrededor de un fuego.
Podía dejar que el ardor de su venganza comenzara con ellos y por a por ellos fue, permitiendo que toda su rabia saliera en cada mandoble con el que acabó con la vida de esos pobres e inmundos hombros que se habían cruzado en su camino.
Y allí, en el suelo de un oscuro borde que hay a las afueras de León, único camino imperial para viajar a Castilla, yacían muertos la joven hija del comerciante más influyente de todo el reino y un sacerdote huido por amor. Uno junto al otro, juntos para siempre.
Nadie sabía que ella guardaba en su cuerpo el secreto de una vida que ya no nacería. Al menos no en aquella vida.