“No importa si crees en divinidades, el flujo de la energía o el mismo karma. La vida se encarga de devolverte potenciado todo lo bueno o malo que haces al otro...”
—Pero menuda estupidez —había blasfemado Elena Vega al leer la tonta frase de cabecera que su horóscopo destacaba el día de hoy.
—¿Qué sucede? —le preguntó Dolores. La jovencita que se encontraba a prueba para el puesto de secretaria del señor Harrison Baron padre, el dueño de la compañía.
La chica era comedida y servicial. Además, no se entrometía donde no la llamaban y parecía respetar todas las ordenes que Elena le daba. Como, por ejemplo, cuando Ella le pedía discreción en sus “pausas” con el señor Harrison, su jefe e hijo del gran magnate dueño de la compañía.
Elena sabía que esa relación no la llevaría a ninguna parte, peor aún Harrison no quería hacerse cargo y reconocer a la hermosa niña que tenían en común y ella estaba comenzando a cansarse. Elena sabía desde muy en el fondo de su corazón que ese hombre no valía la necesidad de ocultar a su preciosa hija, pero cada vez que Harrison abría la boca, Elena parecía recargar su paciencia y aguantaba un poco más.
Él era un hombre infelizmente cansado y ella, que hasta hacia un par de años atrás se encontraba en la misma situación, lo entendía. Claro que lo hacía. Sin embargo, y como en todas las parejas, existían esos días en que se permitía flaquear y pensaba en que si todo ese esfuerzo y espera valdría la pena.
—Carajo —exhaló cansada al tiempo que la puerta del elevador se abría.
Una hermosa pelirroja apareció en la oficina del jefe. El naranja de su precioso cabello contrastaba sobre la blancura de su tapado de piel.
Elena se crispó. Ahí llegaba “el motivo” de que ella tuviese que ser la otra.
—Señora Lourdes— saludó solicita a la esposa de su jefe, pero sin poder evitar el mal trago de bilis que le recorrió el esófago. —El señor está ocupado, puedo anunciarla y deberá esperar unos quince minutos.
Lourdes sonrió. Esa era la famosa mujer de la que su suegro le había hablado. Estaba segura.
—No se preocupe… Elena —contestó en tono conciliador. Ella estaba demasiado cansada el día de hoy y lo último que necesitaba era amargar más su existencia con pleitos y desplantes innecesarios. —Ya me comuniqué con Harrison y él me espera.
—¿Qué? Es decir, ahora la anuncio señora.
—Supongo que hoy mismo llegaran un par de estudios médicos que me hice —le informó con sarcasmo a la secretaria de su esposo. —Harrison me pidió que le dijese a mi médico de cabecera que los enviara aquí. Por favor, pido la mayor discreción posible al momento de celebrar.
—¿Señora? —preguntó Elena sintiendo que la sangre se estacaba sobre sus pies.
A su lado la joven Dolores miraba de reojo la situación mientras fingía revisar la numeración de un par de formularios. El tenso aire ambiental podía cortarse incluso con una pluma sin filo.
Lourdes miró a Elena fijamente y sus ojos castaños relampaguearon.
—Usted y yo deberíamos tomar una taza de café alguno de estos días —inspiró profundamente. — ¿No le parece Elena? Podríamos tener más cosas en común de las que cree.
La última mujer que utilizaba el apellido de los Baron como propio, tomó con delicadeza el portarretrato que Elena tenía en una esquina, casi oculto, de su escritorio.
—¿Es tu hija? —preguntó con dulzura y Elena asintió. En la foto se podía ver a Lissi sonriendo ampliamente y con el rostro casi oculto por una gran mariposa dibujada en diversos colores. —Es hermosa.
Esa misma tarde Dolores escucho a Elena Vega llorando en la oficina del gran Harrison Baron padre, rogándole para que la transfiriera de oficina. Ella había recibido los análisis que la esposa de su jefe había mencionado y su curiosidad le había ganado, revisándolos.
Lourdes Baron tenía cáncer terminal. El diagnostico, determinaba un plazo de dieciocho meses de vida como máximo.
—¿Por qué haría eso? —preguntó el gran hombre. Él la miraba como a un sucio insecto y ella así se sentía. —Usted parece llevarse de las mil maravillas con mi hijo. ¿No es así?
Toda maldad hecha con conocimiento de causa se paga. A eso se refería la frase que Elena tanto había detestado. Una frase que ella aprendería era correcta y de la peor forma en los años venideros.
—Serás transferida, pero no porque tú lo pidas sino porque me parece aberrarte ver tu cara todos los días —habló Harrison con tono de voz cruel. —Tendrás un puesto importante, que te permitirá vivir a las anchas y con todos los gustos que quieras. Pero eso tiene un precio.
—¿Disculpe?
—Desaparece de la vida de mi hijo para siempre—la miró fríamente. —Ganaras el suficiente dinero como para no necesitar a Harrison nunca más.
Y Elena estaba dispuesta a respetar esa orden a rajatabla, de no haber sido porque el gran amor de su vida cayó de nuevo a su puerta justo después de enviudar. Ella pensó que esta vez tendría oportunidad, y volvió a sus brazos.
Que tonta e ilusa había sido. Sus malas decisiones habían expuesto a su adorada hija y a ella misma a una vida miserable.
Siete años después, Elena daba a luz a su segundo hijo, un hermoso varoncito que nadie se dignó a visitar o a festejar. Ella estuvo sola en una triste habitación de hospital durante su internación agradeciendo a su vecina Ana que le había hecho el grandísimo favor de cuidar a su hija mayor.
Elena Vega tuvo que hacer de piedra su corazón y arreglárselas sola para ir hasta el hospital, parir y regresar a casa.
Solo y en ese momento, entendió que nunca había significado nada para el gran Harrison Baron y que no podía seguir sometiendo a sus preciados hijos a una relación tóxica con el padre de los mismos. Una relación que no conducía a ningún sitio.
Elena supo tres años más tarde, aquella noche del accidente de auto, que la vida le cobraba con su bien más preciado todo el daño que ella había hecho; el engañar a su pareja estable y meterse con un hombre casado, manteniendo una aventura con él a sabiendas que su esposa moría sola en un hospital.
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Editado: 31.05.2020