Los pasillos entrecruzados del laberíntico bosque se tornaba con pigmentos otoñales. Naranja, amarillo y verde apagado, seco. Aquel bosque era casi mágico por el día y tétrico por la noche. Cubierto de una capa de hojas, arrastrada por unos pies cansados, aquellas láminas coloridas caían una a una o en grupos al suelo. Una figura solitaria caminaba entre ellas dejando un desorden al pasar, acarreando matorrales a su paso quería huir de allí, pero no encontraba su anhelada salida.
Estaba perdido, desorientado, solo y con frío. Sintiendo miedo miraba a su alrededor, no podía ver nada, se había perdido en la noche de aquel lugar, ¿Y ahora qué haría? Un milagro se posó frente a sus ojos. A pocos metros de donde se ubicaba; solo era dar unos cuantos pasos entre ramas y arbustos, una pequeña cabaña se situaba justo en medio de los árboles, caminó hasta allí desesperado y pensó en una idea brillante. Pasaría allí la noche, ¿Por qué no? Ya imaginaba una chimenea humeante haciendo del lugar un sitio acogedor, una taza de chocolate caliente y una cama cómoda donde dormir plácidamente.
De pronto todo se tornó oscuro, la luz de la luna se apagó, un enorme hoyo tapado por una manta de hojas había sido cavado en el suelo tiempo atrás y aquel muchacho perdido cayó a lo más profundo rompiendo varios huesos de su cuerpo frágil y débil, pues era un joven de contextura física delgada. En agonía, casi moribundo, intentó gritar, pero su voz apenas se oía. El bosque estaba solitario ni un alma cerca para escucharlo, poco a poco se apagaba, su muerte se avecinaba. Agonizando y dando su último suspiro volvió a imaginarse dentro de aquella cabaña para por fin descansar en paz.